LOS AÑOS VUDÚ DE MILES DAVIS

LOS AÑOS VUDÚ DE MILES DAVIS

2023-02-17 Desactivado Por ElNidoDelCuco

 

 

 

 

 

 

 

 

Por FERNANDO ROCHA

                Una vez, Sly Stone echó a Miles Davis de su casa a patadas. Ocurrió en los años setenta, cuando el trompetista se adentraba en una espesa jungla sonora, eléctrica y solo tangencialmente relacionada con el jazz. Lo relata el músico y escritor inglés Julian Cope. Davis entró en el domicilio de Sly —perdido en su propio laberinto de drogas y música imposible—, y se puso a juguetear con un órgano. «Tocaba puñados de notas al mismo tiempo, sin rastro de estructura de acordes», cuenta Cope. Era la clase de sonidos que poblaría sus densas, salvajes grabaciones de la época. Pero al autor de Stand! no le hizo ninguna gracia. Un motherfucker y la acusación de practicar «música vudú» dieron al traste con la sesión. Y, efectivamente, algo de vudú tienen los cuatro dobles elepés que Miles Davis facturó entre 1974 y 1975.

 

Su expedición hacia el Maelstrom había partido cinco años antes. El álbum In a Silent Way, de 1969, incorporaba a un guitarrista eléctrico, John McLaughlin, y pianos enchufados a cargo de Chick Corea y Herbie Hancock. Su pareja, la cantante funk Betty Mabry, había contribuido a la apertura al mostrarle la revolución del ritmo de James Brown o Sly & The Family Stone y la desbocada intensidad del rock negro de Jimi Hendrix, con quien incluso planeó grabar un disco —tal vez la grabación abortada más importante de la historia—. El nuevo Miles Davis escuchaba a los Byrds y a Aretha Franklin y fabricaba música de rara, reptante intensidad. Había blues y claroscuros, un tempo amenazante, no era decorativa. Pero sí inaudita.

Unos meses después registraría y editaría el asombroso Bitches Brew, gran salto adelante y una de las geografías sonoras teóricamente más influyentes de la música popular. Teóricamente, porque su extrañeza es tal que su rastro no resulta fácil de detectar. El lugar común crítico lo culpa de la invención del jazz rock. John Lydon, maestro de ceremonias de la confusión punk, lo cuenta entre sus elepés preferidos —a juzgar por lo que hizo en PIL tras los Sex Pistols, no resulta tan descabellado—. Pero nada se parece a este doble elepé. Sus tenebrosos ambientes son el telón de fondo de la asfixia de la comunidad afroamericana. Las individualidades —no cualesquiera, precisamente: Wayne Shorter, Joe Zawinul, Larry Young, Jack DeJohnette, Dave Holland, Corea, McLaughlin— se disuelven entre ráfagas de funk deconstruido y la alquimia de la posproducción de Teo Macero. Es una orquesta electrizante, que cose y descose fragmentos apenas melódicos sobre un tapiz rítmico disparado en todas direcciones al mismo tiempo. Una vez Brian Eno afirmó que en los setenta «solo hubo tres grandes beats, el de James Brown, el de Fela Kuti y el de Klaus Dinger de Neu!». Para hablar con entera justicia, le faltó el Davis que, desde este punto, desembocaría en la furia vudú de Agharta y Pangaea.

 

«No pienso en ningún puto mercado», declararía el propio Davis, «Hendrix no sabía nada de música modal; era solo un músico innato; sabes, no había estudiado, no le importaba nada del mercado y a mí tampoco. Columbia trata de meterme en esa mierda, pero no lo permitiré». Pese a su insularidad radical y a la alergia del autor a toda concesión comercial, Bitches Brew triunfó entre el público rock. Envasado en una icónica portada psicodélica, obra de Mati Klarwein, y apropiado para una etapa en que la audiencia de la música eléctrica se hacía, por primera vez, adulta —pasaran apenas trece años desde la invención del rock & roll—, el trabajo cumplió las expectativas de la discográfica. Peculiares días aquellos en que un artefacto así suscitaba tanto interés. Pero Miles Davis tampoco se detuvo en esta estación. Su viaje a la música negra total continuó en On The Corner (1972).

Las búsquedas y los hallazgos de Bitches Brew se iban concretando. El funk se afilaba. El ritmo se solidifica. Miles baja a la calle y observa cómo la comunidad negra se autodefendía. Peinados afro como símbolo de orgullo del oprimido, ropas vistosas porque lo negro es bello y no somos burócratas de la sociedad administrada, bailar en la ciudad contra la represión policial, el gueto como oasis creativo, la música soul expresando la angustia y la esperanza. On The Corner digiere esa situación, se politiza —«Mr. Freedom X» se titula el segundo movimiento del último corte— y aliena, definitivamente, a la crítica jazz respecto a su propia osadía. La ruptura del músico con lo que el establishment esperaba de él fue, en esos años, casi tan violenta como la del Bob Dylan que se colgó la Stratocaster. Para Greg Tate, ensayista especializado en cultura afroamericana, la música grabada por Miles entre 1969 y 1975 «presagia el punk, el hip hop, el house, el new jack swing, el worldbeat, el ambient o el dub». Es decir, la mayor parte de las innovaciones sonoras acontecidas en el campo del pop durante los siguientes quince años.

 

Música Más Allá del Ego

«Miles ya no toca música; solo toca ritmo». Esas fueron las palabras que el contrabajista Percy Heath, en la banda de Davis hacia 1954, encontró para definir lo que contienen los cuatro dobles elepés que recogen las aventuras de Miles en 1974 y 1975. A juzgar por la brutal explosión sonora de Dark Magus, directo de marzo de 1974 en Nueva York pero editado únicamente en Japón tres años después, no le falta razón. El ensamble de nueve músicos desata un ataque de furia sónica como por aquel entonces no se conocía. Con marcial paso funk y dos guitarras eléctricas —Pete Cosey y Reggie Lucas— que prolongaban hacia la estratosfera la investigación sobre la distorsión del Band of Gypsys de Hendrix y las posibilidades del rock negro, Davis se eclipsa como trompetista. Y cuando aparece, el efecto wah wah funciona como intermediario. «Nunca acababa las canciones, simplemente seguían y seguían», aseguró en su autobiografía. Algunas durante bastante más de media hora. Para Julian Cope, este corpus insurrecto era «Música Más Allá del Ego, Funk Chamánico». Una masa sonora en situación límite, extrema y desesperada. Al borde del colapso.

Agharta y Pangaea son el testimonio discográfico de una tarde de febrero de 1975 en Osaka, Japón. Tras On The Corner, Miles Davis había prácticamente abandonado el estudio como campo de batalla. Esculpía su música en directo, normalmente de espaldas al público, y sobre cimientos rítmicos fabricados a partir del bajo recto, conciso, de Michael Henderson —procedente de la banda de Stevie Wonder—, de la batería metronímica de Al Foster y de la percusión global de Mtume. Las erupciones de saxofón de Sonny Fortune eran lo más parecido al jazz que contenía aquella barahúnda. En la única monografía existente sobre el periodo eléctrico de Davis —Running the Voodoo Down, publicada en 2005—, el escritor Philip Freeman cuenta que entre la audiencia de los conciertos de Davis había cada vez más personas negras. Cierta crítica, que no era capaz de digerir la velocidad de crucero a la que avanzaba, le afeaba su «africanización». Otra, por ejemplo el legendario Lester Bangs, calificaba Pangaea como «el primer jazz de los años ochenta». El sonido de un futuro antiguo, en todo caso.

El nombre de Agharta remite al mito de una ciudad oculta relacionado con los cultos sectarios de la teosofía. Pangaea, al continente que dio origen a la conformación física actual del planeta Tierra. Mundos imaginados, no lugares, utopías, territorios (sonoros) inexplorados. Esta música, como la contenida en el otro doble disco testigo de esta etapa, Get Up With It —según Bangs, incluye «la pieza más depresiva de los setenta», «He Loved Him Madly», homenaje a Duke Ellington—, venía de algún sitio —la gran tradición negroamericana—, pero iba a lo desconocido. Allí llegó, y de ese trayecto dan cuenta los cuatro trabajos del bienio 74-75. Pero más allá no había nada. Miles Davis sufría en 1975, con cuarenta y nueve años de edad, el siguiente cuadro clínico: neumonía, osteoartritis, anemia falciforme, depresión, bursitis y continuas úlceras de estómago, además de problemas de adicción al alcohol, la codeína y la morfina. Extenuado, en un callejón musical sin salida después de su apurado viaje al final del funk libre, se retiró de escena.

Pasaron cinco años. Pero el Davis que reapareció en 1980 había dejado atrás su implacable combate contra las formas heredadas y las inercias del jazz. Tampoco el mundo negro al que incluso inadvertidamente se debía existía ya. Ronald Reagan acababa de aterrizar en la Casa Blanca. Miles Davis protagonizaría en el palacio presidencial una de sus anécdotas más celebradas. La relata Ian Carr en su minuciosa biografía del músico. En una recepción en 1987, la esposa de un político, con racismo poco disimulado, preguntó a Davis: «¿Qué es lo que ha hecho usted en su vida que sea tan importante? ¿Por qué está aquí?». «Veamos —respondió el trompetista—, yo he cambiado la música cinco o seis veces. Ahora dígame usted qué cosas ha hecho que tengan alguna importancia más allá del hecho de ser blanca».

  

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