Por ALEJANDRO PASCOLINI
El concepto de rol fue muy estudiado por la psicología social científica. Entre los desarrollos más complejos sobre este tema contamos con los del filósofo norteamericano George Mead, el psicoanalista y creador de la psicología social argentina Enrique Pichón Riviere y el psicólogo de origen alemán y nacionalizado estadounidense Kurt Lewin.
Para Pichón, el rol implica la existencia de un vínculo donde, por un lado, se adjudica una función a un sujeto y por el otro un sujeto asume ese rol, estableciéndose así un sistema enmarcado por el problema que sirve como denominador común a lo asumido y adjudicado.
Quién asume un rol lo hace sin ser consciente del porqué y del para qué de esa asunción y con el fin de cumplir la expectativa que se tiene de él al servicio del sostenimiento de un estado de cosas.
El rol, según Mead, se asume y adjudica dentro de lo que denomina “grupo significativo”: conjunto de personas que poseen entre sí un vínculo de proximidad afectiva y una historia compartida significativa (familiares, pareja, amigos).
Pero también afirma que existe un “Otro generalizado”: instancia social y simbólica que a la manera de una red de creencias, valores, ideales y modelos identificatorios (no es ni una persona ni una institución en particular) incide fuertemente en la manera de concebir la realidad de una población en una época dada y por ende en los roles que ocupan sus miembros en esa estructura de relaciones.
Nosotros podríamos agregar a lo anterior que ese “Otro generalizado” como lugar puramente simbólico e ideológico asigna roles (es decir empuja al cumplimiento irracional de expectativas) distintos a quienes forman parte de la clase burguesa que a los que somos clase trabajadora. Específicamente, nuestro rol, el de la clase trabajadora, es el de sufrir por no formar parte del ideal burgués de vida egoísta y hedonista.
Motivados por la culpa de no ser como debemos ser según los dictámenes de ese “Otro rector” se nos exige que redimamos nuestra falta trabajando cada vez más para quién se beneficia del producto de nuestro trabajo y al mismo tiempo nos convence de que ningún esfuerzo es suficiente para exorcizar nuestra condición de pobres.
En esta modalidad vincular el postergar la alegría y la creatividad es considerado, extrañamente, una virtud ya que según esta lógica parasitaria el anular todo acto deseante y novedoso colaboraría en alcanzar más rápidamente la redención de ese Amo que nos culpa por no vivir una vida de publicidad.
Paradojal satisfacción consistente en el cumplimiento del deber de colmar las expectativas de una ideología utilitariamente mortal mediante la renuncia a nuestras pasiones más genuinas.
Llegado a este punto, usted, lector, se preguntará el por qué del título de esta nota…
Si hablamos del rol que se nos exige que cumplamos como clase trabajadora podemos afirmar que quienes vivimos de nuestro trabajo debemos quemar nuestro presente sacrificando el tiempo que tenemos para estar con nuestros hijos, para pensar, para no hacer nada, para llegar alguna vez a ser eso que no pudimos ser por no habernos sacrificado lo suficiente.
Mientras tanto, toda escena de placer: vacaciones, ocio, asados o, simplemente, no hacer nada, es motivo de reproche y especialmente de interrogación policíaca por parte muchas veces de nuestros compañeros de clase. Se nos pregunta por qué dejamos de hacer algo productivo cuando sólo queremos vivir, ver un atardecer, salir a caminar por el barrio. Se espera de nosotros que, si no trabajamos, al menos suframos por no hacerlo, pero nunca que estemos alegres. Entonces, cuando se nos tilda de vagos, nos justificamos, decimos que estamos cansados, que nos merecemos cinco minutos para tomar un té, que en breve retomaremos nuestra tarea.
Propongo quemar ese rol, que no nos justifiquemos más, que afirmemos nuestro deseo de hacer lo que nos hace felices, no mañana, no para nuestros hijos o nuestros nietos, ahora y para todos.
Queremos trabajar poco, comer asados, no saber bien qué hacer y tener tiempo para pensarlo, viajar o quedarnos en casa horas tomando mate, no cumplir, no inventar excusas, dejar de contestarle a ese Otro que exige, exige, pero que en realidad tampoco sabe lo que quiere.
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