EL BAÑO DE MUJERES DEL HIPÓDROMO
2023-12-14 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por SELVA PALOMINO
Papá estaba apurado. Me dejó en el baño de mujeres. Miré para todos lados y me puse en la fila; había muchas puertas de madera con una flor de lis tallada en la parte superior. Se abrían y cerraban a medida que las señoras y señoritas entraban y salían dejando detrás de sí el sonido del agua que caía. Una mujer de guardapolvo, tacho de zinc colgando del brazo, cepillos y trapos entraba a cada cabina donde estaba el inodoro, volvía a tirar la cadena y decía en voz bien alta para que todas escucháramos: “Son sucias, muy sucias; de que chiquero saldrán”. El piso de mosaicos en damero era blanco y marrón y estaba muy limpio. Hice pis y cuando quise tirar no funcionaba. Bajé la tabla, me saqué los zapatos de taco alto y me subí para tratar de arreglarlo.
-El baño no es para quedarse a vivir, a ver si sale de una vez – gritó la señora del baño.
Me resbalé y me caí, cuando quise dar vuelta el picaporte de bronce no podía. La señora del baño abrió la puerta y me miró como si fuera una aparición, pero enseguida siguió en su lucha contra las mujeres sucias.
Ni bien salí, me vi en un espejo grande y enseguida corregí la pintura labial. Se me había corrido como un payaso y tenía que parecer una señorita grande aunque tuviera doce años.
La sala de espera que se encontraba delante era amplia, de colores ocres y dorados. Me apoyé en el cortinado pesado para ponerme los zapatos. Las mujeres hablaban a coro. Las paredes estaban cubiertas de espejos rodeados de madera trabajada con formas de olas de mar furioso. De ellas aparecían delicadas figuras de jóvenes de cabellos largos, pechos desnudos y piernas de pescado.
En la parte más alta, Neptuno, con un tridente enorme, parecía conducirlas vaya a saber a qué lugar. Al frente de los espejos, ya a un metro de distancia entre cada uno, había un toilette con una banqueta tapizada de pana bordó. Estaban todos ocupadas por señoras que arreglaban su cabello, se pintaban los labios o simplemente se miraban.
Desde los parlantes se oyó: “Los competidores se dirigen a las cintas”. Salieron, unas tras otras. La última fue la señora del baño. Papá no pasó a buscarme. Me quedé sola. Me saqué los zapatos, caminé sobre la alfombra mullida hasta uno de los tocadores. Oí los aullidos del paddock y de la popular. Todavía faltaba.
Entré en la sala de los lavabos de mármol, abrí todas las canillas tratando de tapar el ruido de las tribunas y las cerré con velocidad. En la sala de estar, me acerqué a la gran mesa ratona de cristal que estaba en el centro de la habitación y cambié todos los ceniceros de lugar. Elegí uno de los cómodos sillones de cuero y me senté antes de que llegaran. Una mujer que estaba muy agitada logró hacerse lugar y ocupó el sillón de al lado. Le decía a otra más joven que su amigo era un desgraciado, que como le podía haber dado justo a ella el dato equivocado y él había jugado al ganador.
Que nunca se lo iba a perdonar. La más joven dijo que había sido un cambio de último momento. La mujer respondió que era un mal bicho y que se lo iba a pagar. Su amiga se sentó en los generosos brazos del sillón. A la izquierda se dejó caer una gitana, se sacó las sandalias, cerró los ojos y se estiró como si fuera a hacer una siesta. Ya no podía entender lo que hablaban. Abrí el libro que había llevado y traté de concentrarme. Sabía que papá no me iría a buscar hasta que cerraran las boleterías.
Al levantar la vista vi a una mujer rubia de cabellos sedosos levemente ondulados, no sé por qué me pareció que la había visto antes. Estaba en un tocador justo al frente y la luz del velador la enmarcaba. Llevaba una blusa de lunares como las que usan las gitanas y una pollera angosta.
Una señora se me acercó y me dijo:
-¿Vos qué haces aquí, dónde está tu madre? En este lugar no puede haber menores, hay que llamar a la policía -.
Todos los ojos me miraron. De a poco todas se fueron acercando, la señora del baño estaba en primera fila. “¿Cuántos años tenés? , ¿Cuántos años tenés?”, coreaban las que se le habían unido.
-Una madre que trae a una chica de esta edad aquí es una degenerada- insistió la que me quería meter presa.
-Estoy con mi papá, y mi mamá es muy buena- contesté.
La mujer de la blusa a lunares me miró de arriba a abajo. Me susurró en voz baja: – Quédate tranquila Anita – y dirigiéndose a las demás les dijo – ¿Qué les pasa, no se dan cuenta de que no tienen donde dejarla? Además, lo que está prohibido para las niñas es jugar, no estar en el baño.
-Mientras no ensucie, a mí no me molesta – dijo la señora del baño.
La gitana aseguró que traería buena suerte.
-Dejen que se quede, no le hace mal a nadie – dijo otra.
La que me había descubierto encogió los hombros y siguió rezongando por lo bajo. Todas las demás volvieron a los borrados.
Papá no me fue a buscar y durante la carrera siguiente ese reino fue mío. Los espejos enfrentados me devolvieron en infinitas imágenes. Si sacaba la lengua, millones de lenguas. Si movía los brazos haciendo que volaba, me parecía levantar vuelo con una bandada de compañeras todas iguales a mí. Usé los mullidos sillones como la cama de una princesa. Allí acostada, descubrí la araña de caireles. Conté los brazos, eran veintidós. Cada uno en distintos niveles, terminaba en luces que tenían pantallas que hacían juego con las de los tocadores. El paso de la luz por los cristales dejaba las paredes incrustadas de diamantes.
Cuando terminó la carrera me acerqué a la puerta. Entre la multitud distinguí a mi papá. Le estaba dando un beso en la boca a la mujer de los lunares en la blusa. Volví a entrar al baño y me quedé escondida allí.
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