RENDIRSE 30 AÑOS DESPUÉS

RENDIRSE 30 AÑOS DESPUÉS

07/12/2020 Desactivado Por ElNidoDelCuco

 

 

 

 

 

 

 

 

Por EDUARDO JORGE RAUCH

EL SOLDADO QUE SE RINDIÓ 30 AÑOS DESPUÉS DE HABERLO HECHO SU PAÍS

 

 Sólo una cosa hay: es el honor. Todo lo demás resulta accesorio. Lo sabía, como nadie, Hiro Onoda, que pasó treinta años metido en la selva y perdió todo lo que puede perder un hombre, excepto eso. Tenía antecedentes famosos: los pilotos kamikaze, el código del bushido, la práctica del harakiri y una cultura milenaria que entendía que la vida individual estaba al servicio del Emperador, y que la rendición era la peor mancha para un soldado.

Onoda nació en 1922, en Kainan, una pequeña ciudad en la prefectura de Akayama, Japón. Desde pequeño, tal como lo cuenta en “Luché y sobreviví: mi guerra de treinta años”, su autobiografía de 1974, se interesó en el kendo, la esgrima japonesa, que practicaba al principio con una espada de bambú, como todos los principiantes.

El kendo lo instruyó en algunas nociones básicas que serían fundamentales en su vida: la disciplina, el esfuerzo, la tozudez. “El hombre que no está dispuesto a correr riesgos no llegará a ninguna parte”, le dijo a su hermano cuando se mudó a China, apenas salido de la secundaria, para independizarse de sus padres.

Onoda estaba dispuesto a tomar riesgos cuando en mayo de 1942, al cumplir veinte años, lo convocaron a un reconocimiento médico militar e ingresó en el batallón 61 de Wakayama. Se había propuesto convertirse en un soldado de primera clase, tal como le había prometido a su madre.

El entrenamiento fue duro, casi inhumano, y su jefe de batallón no vacilaba en repartir sopapos si la situación lo ameritaba, pero Onoda tenía buen estado físico producto de la práctica del kendo (y de su amor por el baile, también) y no se amedrentó.

El 26 de diciembre de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, lo enviaron a la isla filipina de Lubang. Onoda se separó de su familia sin saber que no los volvería a ver en treinta años.

 

Las órdenes eran estrictas y muy claras: él y su batallón debían practicar la llamada guerra de guerrillas contra el ejército norteamericano, una estrategia militar en la que pequeños grupos de soldados realizan atentados contra un enemigo mayor para debilitar sus defensas.

“Está absolutamente prohibido morir por mano propia”, le dijo su capitán. “Puede tomar tres años, puede tomar cinco, pero pase lo que pase volveremos por ti. Hasta entonces, mientras tengas un soldado, debes continuar dirigiéndolo. Puedes que tengas que vivir solamente de cocos. Si es el caso, ¡vive de cocos!”

Onoda y su batallón tenían la orden de atacar, especialmente, los muelles y las pistas de aterrizaje en las que se desplegaban las tropas norteamericanas. Para febrero de 1945, sin embargo, del grupo inicial sólo quedaban cuatro personas: las demás habían muerto o se habían rendido.

Onoda, que había sido ascendido al rango de teniente, juntó a otros tres soldados y se metió con ellos en la selva. No volvería a salir hasta 1974, casi treinta años después. Estaba solo desde que Kotsuka, su último compañero, fue abatido en un tiroteo por las fuerzas policiales en el intento de sofocar un incendio en un campo de arroz.

Onoda conservaba un estado físico envidiable (sólo una vez en esos años cayó en cama) y una dentadura perfecta, porque se cepillaba los dientes todos los días.

Durante treinta años, Onoda y sus compañeros se habían ocupado de dos cosas. La primera: respetar las órdenes recibidas. La segunda: sobrevivir. El hecho de que los habitantes de la isla hubieran aceptado el desembarco de tropas enemigas los convertía en hipotéticos enemigos, y cualquier atentado contra los aldeanos era considerado una acción de guerra: quemar los campos de arroz, robar, incluso asesinar (Onoda y sus compañeros fueron acusados del asesinato de treinta aldeanos; cuando salió, el presidente de Filipinas, Marcos, le otorgó un indulto especial).

Escribió Onoda en su autobiografía: “A las personas que llevaban la vestimenta propia de los habitantes de la isla, las considerábamos tropas enemigas disfrazadas o espías enemigos”.

Desconfiaba de los volantes que arrojaban a la jungla desde aviones para avisarle que la guerra había terminado. Creía que eran una trampa.

 

Fantasmas en la jungla

 

Él y sus compañeros llegaron a conocer la selva como nadie. Aprendieron a esconderse, a moverse rápido, a soportar climas implacables. Dormían sobre placas de madera, en tiendas de campaña. Tenían lo necesario para sobrevivir, pero también hacían pequeñas incursiones en las que robaban comida, ropa, herramientas.

Pronto entendieron que en determinados meses llovía todo el día y toda la noche: era la temporada de lluvias, y ellos se acurrucaban juntos tiritando de frío en sus tiendas de campaña.

Usaban sandalias de paja trenzada conocidas como waraji, ideales para caminar por terrenos ásperos o pantanosos. Sobrevivían con una ración de arroz que estiraban por meses enteros. Mataban vacas de los isleños, pero como debían ahorrar las municiones, tenían que hacerlo con una sola bala. Después de matarlas, las trozaban y las llevaban a lo profundo de la selva, donde las ahumaban para conservarlas y enterraban los restos.

El alimento principal, sin embargo, eran los plátanos que sacaban directamente de los árboles. A veces, en las inmediaciones de una de las aldeas, encontraban papel desechado o ropa raída que usaban para vestirse. Vivían como mendigos. Pasaron años sin ver, siquiera, luz eléctrica.

En su autobiografía, Onoda consigna su emoción, después de nueve años, al divisar el resplandor de una bombita de luz.

La lluvia les pudría los uniformes, que se iban desgarrando. Onoda enderezó un alambre y fabricó una aguja para coser su propia ropa, zapatos incluidos. Hacían parches con pedazos de la lona de la tienda de campaña. Después robaban ropa. La más codiciada eran los uniformes norteamericanos que los isleños guardaban en chozas especiales. Ellos tiraban al aire para espantarlos antes de robarla.

Durante ese lapso, el gobierno intentó avisarles varias veces acerca del final de la guerra. Pasaban aviones o helicópteros sobre la selva dejando caer una lluvia de papelitos: la guerra terminó, decían, pueden volver a sus casas. Incluían fotos de sus familiares y amigos. Onoda y sus compañeros leían los papelitos y desconfiaban. Siempre había algo, un detalle en la redacción, que los hacía sospechar. Eran mensajes enemigos, se decían. Querían hacerlos salir de la selva para atraparlos.

Una mañana, Onoda escuchó la voz de alguien familiar cantando por un altavoz: era su hermano. Fue acercándose al borde de la selva, de dónde provenía el canto, pero entonces la voz de su hermano se quebró y él entendió que era otra farsa.

Cuando volvió a Japón, su hermano le dijo que realmente estuvo ahí, que había pasado varias semanas buscándolo y que mientras cantaba para él una de esas canciones que sólo ellos conocían, pensó que sería el último día de búsqueda y la voz se le quebró. En diciembre de 1959 se declaró a Hiro Onoda oficialmente muerto.

Lo encontró un estudiante que conocía su leyenda. Viajó a Lubang y lo halló después de un par de días. Misteriosamente se cayeron bien. Pero Onoda sólo quiso rendirse ante la orden de un superior.

 

El regreso.

 

El fantasma del teniente Onoda, sin embargo, seguía rondando la cultura popular japonesa bajo la forma de un cuento que se contaban los adolescentes para mantenerse despiertos: en la selva de Filipinas hay un soldado para el que la guerra todavía no se terminó. Sigue ahí, vivo, treinta años después.

Uno de los que escucharon ese cuento y lo creyó fue un estudiante universitario llamado Norio Suzuki. Era un joven terco, imaginativo, entusiasta. Un día salió de su casa anunciando que iba a encontrar a Hiro Onoda, a un oso panda y al Yeti “en ese orden”.

Empezó, entonces, viajando a Lubang, la isla de Filipinas donde se había visto a Onoda por última vez. Después de un par de días de tranquila y azarosa búsqueda lo encontró. Por misteriosas razones se cayeron bien. Suzuki le propuso, entonces, que volviera a su casa, pero Onoda se negó. Dijo que sólo en el caso de que un superior lo relevase podía entregar las armas sin mancillar su honor.

El gobierno japonés encontró, entonces, a uno de sus superiores, el mayor Yoshimi Taniguchi, que administraba ahora una modesta librería, y lo llevó a las Filipinas para que se reuniera con Onoda y le entregara en papel su orden de desmovilización. Este entendió que era el final, y el 9 de marzo de 1974, se rindió, deponiendo su espada y su rifle de cerrojo Arisaka, el arma estándar del ejército japonés, que conservaba en perfecto estado de revista.

“Habíamos perdido la guerra”, escribió Onoda en su autobiografía. “¿Cómo podemos habernos descuidado hasta ese punto?”.

 

Volvió a Japón, donde fue celebrado como un héroe, y donde se le pagaron puntualmente todos los años en servicio, pero no pudo adaptarse a ese nuevo mundo, tan lejano y distinto del que había dejado.

El salto tecnológico y sobre todo ideológico de los jóvenes lo abrumó. Sus viejos valores, el honor que había conservado intacto durante treinta años, eran algo perimido.

Un año después se mudó a Brasil, donde cultivó una granja, hasta que en 1989 leyó en un diario que un adolescente japonés había matado a sus padres y regresó a Japón con un objetivo definido: cultivar a esos chicos que habían perdido el rumbo.

Creó, entonces, la Escuela Hiro Onoda de supervivencia para jóvenes, en la que trató de inculcar valores a las nuevas generaciones. Allí enseñaba las técnicas de supervivencia que él mismo había desarrollado durante su estancia en la selva.

 Murió en 2014, a la edad de 91 años.

  

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