
EL ALUMNO DE CRATES (FRAGMENTO)
2020-09-06 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por JUAN JOSÉ SAER
Mi maestro, Crates, vivía desnudo, en silencio, en el
arrabal.
No se creía en la obligación de moralizar ni de teorizar.
Hurgaba, sin ansiedad, los basurales. Hacía el amor
con mi hermana, hija de patricios, montándola por atrás,
como los perros,
y en la plaza pública, y durante un tiempo
los tres lamíamos las llagas de los leprosos
y de los pobres la simple inmundicia. Borramos, de lo que
habíamos recibido,
lentamente, todo, o casi todo: nos quedó el cuerpo, la
enfermedad,
que era, por sí mismo, toda nuestra doctrina,
el cuerpo desnudo, donde cada uno podía encontrar,
contemplándoselo,
a los otros, con tanta evidencia que por fin hasta él mismo
se borraba.
Pasábamos días enteros
inmóviles, a la intemperie, sin meditar,
confundiéndonos con la tierra, con las rocas,
sentados sobre nuestros excrementos, y después
recomenzábamos
a vagabundear, en silencio, por los suburbios, desvaídos,
juntando las sobras que el gran manicomio de la ciudad
expelía,
rascándonos la sarna contra las paredes. Y lo llamo
mi maestro porque, sencillamente, no me rechazó,
aunque no pueda decir tampoco que me haya aceptado. Y
porque una vez,
hallándome enfermo, contrajo, voluntariamente, mi
ridícula enfermedad,
para mostrarme que no había en eso ninguna ignominia.
No me dejó ninguna máxima, ningún escrito, ninguna lección.
Nada, como no sea, en mi memoria,
la presencia continua, imborrable, de su cuerpo
—o del mío, ya no lo sé.
Y si había sido, muchas veces,
considerado, y hasta tierno, con los pobres,
lo había hecho para exaltar el instinto, no la caridad,
la omnipresencia de la especie a expensas del individuo.
Murió en las afueras, en el campo, y, siguiendo sus instrucciones, no lo enterré.
Durante meses, durante años, visité, de tanto en tanto, el lugar, observando, cada vez desde más cerca, el proceso,
la corrupción, el desecamiento, la simplicidad,
de modo de comprobar hasta qué punto
devolvemos, gradualmente, nuestro patrimonio,
a nadie, a nadie, otra vez, a nadie, el patrimonio que nadie
nos confió
Me había dejado, si se quiere, un gran vacío. Los recuerdos
de nuestros juegos, con mi hermana, en la casa natal,
y mi hermana misma, en su inocencia, antes de haberlo
conocido,
mis fantasías de los años en que estudiaba a los viejos
filósofos
soñando con crear, a mi vez, un sistema
—todo, todo lo que no fuese
el cuerpo desnudo, estragado, se disolvió. Los años de oro,
el sol de cada mañana, el ritmo propio del amor,
quedaron, para siempre, fuera de mi alcance, en la noche
de los tiempos. Roca, y arena, me separaban,
perpetuamente, de mi vida.
Ya no tenía, mejor dicho, una vida.
Me había dejado, mi maestro,
liso, achatado, la mente como una gran herida insensible,
dando, a cambio, su vida entera, como una máxima.
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