APOCALIPSIS NIGHT

      Está claro como el día, las luces nos distraían de la impenetrable oscuridad del mundo. No es que lo que se ve ahora es peor: se ve más desnudo.
Y la multitud disimulaba la soledad de los egoístas. Probá salir a la calle hoy: los sensibles tratan de evitarlo todo lo que pueden, pero las veredas están llenas de una tristeza feroz, de una crueldad agazapada.
Caminar duele. Como nunca antes te das cuenta que la única dirección posible de la vida de cada día, ha sido siempre volver a casa. Pero ¿cómo vivir respirando sólo del propio aire? No es sano, igual que tragarse las palabras.
Persianas bajas, miradas más bajas aún. El recelo nos impide tropezarnos, pero si nos topáramos, la violencia vencería al miedo, que no es más que una violencia que se piensa demasiado.
Ahora todo sucede en un afuera devastado: no se entra a una casa, a un negocio, a una galería. A sentarse a una mesa en ningún lado. Cuadra tras cuadra, paralelas al cordón, estiradas filas de personas como árboles que sólo hubieran conocido inviernos, prolongan una espera obscena. Los bancos le quitaron el público a las iglesias y los cines. Tienen habilitada la inmunidad a todo. Protegido su coto de caza. Su poder nos sigue contagiando incurable enfermedad en cuotas crecientes. La ecuación es perfecta: el maltrato genera malhumor. Cuando la solución a los grandes problemas, es un laberinto de pequeños problemas en el recorrido a una salida que no existe, la esperanza no es una llama viva, es una hoguera que se devora todo sin consumirlo.
De golpe pasamos de gastar lo que no tenemos, a no tener en qué gastar lo poco que nos queda. Es rara la sensación de que todo va acabándose para casi todos: lo más cercano a una experiencia colectiva que puedan alcanzar los miserables.
Paso por delante de escuelas y colegios cerrados. Quizás debieran seguir así: son el fracaso de un tiempo que arrasó con algunos dinosaurios, menos los que duermen en sus patios, sus gimnasios, sus salones de actos. Por contarles sólo una parte de la historia a nuestros pibes, ahí andan ellos: a los tumbos entre las paredes de casas sin país. Sus juegos son una amenaza, no sus canciones. Y ahora que nosotros sabemos que nuestros más ridículos sueños del pasado son la única salida posible y el último refugio que nos queda, es probable que ellos nos deserten.
Es que la lógica no ha cambiado: el que está arriba tuyo te suplica que entiendas la gravedad de lo que se vive y hagas un nuevo sacrificio por él. Por más que me esfuerzo, no puedo imaginarlo: vos salís de la panadería bolsa en mano, encarás al que duerme en la calle aferrado a dos mendrugos, y le decís “la crisis nos afecta a todos, tenés que comprender” y le arrebatás uno.
Por eso, proyectar la apariencia del recuerdo sobre el decorado en ruinas de estos escenarios vacíos, también enferma. Cuánta música que no fue vacuna, cuánta risa que no fue remedio, cuánto estafador de placebos por antídotos.
Cuánta distracción, y cuánto saqueo.
Avísenme cuando vuelvan al mundo, amigos. No tengo más ganas de salir sino están allí. Pero me estoy acostumbrando demasiado, a tenerlos cerca y convivir sólo con sus voces y sus mensajes escritos. Preferiría la lejanía de un refugio donde conservar estas revalorizadas maneras, y ya no regresar a un espectáculo degradado y repetido.
Avísenme. Confírmenme si la fuerza de los abrazos contendrá la potencia de todo lo que nos hemos dicho, durante este tiempo en que nadie pareció decir nada importante. Y díganme si de verdad vamos a volver a compartir el mundo, con esos infames que odian cada cosa que del mundo amamos.
O si tengo que estar listo, para irnos.