NUESTRA SOCIEDAD ES UNA SOCIEDAD DE CONSUMO

NUESTRA SOCIEDAD ES UNA SOCIEDAD DE CONSUMO

2020-08-30 Desactivado Por ElNidoDelCuco

 

 

 

 

 

 

 

 

Por ZYGMUNT BAUMAN

SER CONSUMIDOR EN UNA SOCIEDAD DE CONSUMO

         Al emplear esta expresión nos referimos a algo más que la observación trivial de que todos los miembros de la sociedad consumen; todos los seres humanos, en realidad todos los seres vivos, “consumen” desde tiempo inmemoriales. Lo decimos en el sentido profundo y fundamental de que la sociedad de nuestros antecesores, los que sentaron sus bases en la etapa industrial, era una “sociedad de producción”. Esa forma más antigua de sociedad moderna utilizaba a sus miembros principalmente como soldados y productores; la formación que les daba, la “norma” que les mostraba y les instaba a seguir, obedecía al deber de cumplir esas dos funciones. Cada uno debía ser capaz de cumplirlas y hacerlo de buen grado. Pero en su actual etapa moderna tardía (Giddens), moderna segunda (Beck), sobremoderna (Balandier) o posmoderna, ya no necesita ejércitos industriales y militares de masas; en cambio debe comprometer a sus miembros como consumidores. La formación que brinda la sociedad contemporánea a sus miembros está dictada, ante todo, por el deber de cumplir la función de consumidor. La norma que les presenta es la de ser capaces de cumplirla y hacerlo de buen grado.

Desde luego que la diferencia entre vivir en nuestra sociedad y en su inmediata anterior no es tan drástica como la de abandonar una función y asumir otra. En ninguna etapa la sociedad moderna pudo prescindir que sus miembros produjeran cosas para consumo… y desde luego, en ambas sociedades se consume. La diferencia entre las dos etapas de la modernidad es “sólo” de énfasis y prioridades, pero esta transición introdujo diferencias enormes en casi todos los aspectos de la sociedad, la cultura y la vida individual.

Estas distinciones son tan profundas y multiformes que justifican la referencia a una sociedad distinta y particular; una sociedad de consumo. En ésta, el consumidor difiere radicalmente de todas las sociedades existentes hasta hoy. Si los filósofos, poetas y predicadores de la moral entre nuestros antepasados se preguntaban si uno trabaja para vivir o vive para trabajar, el interrogante sobre el cual se medita en la actualidad es si uno debe consumir para vivir o vive para consumir. Es decir, si somos capaces y sentimos la necesidad de separar los actos del vivir y consumir.

 

Lo ideal sería que los hábitos adquiridos cayeran sobre los hombros del nuevo tipo de consumidor, así como se esperaba que las pasiones vocacionales y adquisitivas de inspiración ética cayeran, según decía Max Weber repitiendo a Baxter, sobre los hombros del santo protestante “como una capa liviana de la que uno pudiera despojarse en cualquier momento”.

Y en verdad, los hábitos se dejan de lado continuamente, todos los días a la primera oportunidad, sin darles la ocasión de consolidarse como los barrotes de acero de una jaula (salvo un matahábito, el “hábito de cambiar de hábito”). Sería igualmente ideal que el consumidor no abrazara nada con firmeza, no aceptara ningún compromiso hasta que la muerte nos separe, no considerara necesidad alguna plenamente satisfecha ni deseo alguno consumado. Cada juramento de lealtad, cada compromiso, debería incluir la cláusula “hasta nuevo aviso”. Sólo cuenta la volatilidad, la temporalidad intrínseca de todos los compromisos; ésta es más importante que el compromiso en sí, al que, por otra parte, no se le permite durar más que el tiempo necesario para consumir el objeto de deseo (mejor dicho, el tiempo suficiente para que se desvanezca la desabilidad de ese objeto).

La plaga de la sociedad de consumo -y la gran preocupación de los mercaderes de bienes de consumo- es que para consumir se necesita tiempo. Existe una resonancia natural entre la carrera espectacular del “ahora” impulsada por la tecnología de compresión del tiempo, y la lógica de la economía orientada hacia el consumo. De acuerdo con esta última, la satisfacción del consumidor debe ser instantánea, dicho en un doble sentido. Es evidente que el bien consumido debe causar una satisfacción inmediata, sin requerir la adquisición previa de destrezas ni un trabajo preparatorio prolongado; pero la satisfacción debe terminar “en seguida”, es decir, apenas pasa el tiempo necesario para el consumo. Y ese tiempo se debe reducir al mínimo indispensable.

 

Para lograr esa reducción necesaria del tiempo, conviene que los consumidores no puedan fijar su atención ni concentrar su deseo en un objeto durante mucho tiempo; que sean impacientes, impulsivos, inquietos; que su interés se despierte fácilmente y se pierda con la misma facilidad. La cultura de la sociedad de consumo no es de aprendizaje sino principalmente de olvido. Cuando se despoja el deseo de la demora y la demora del deseo, la capacidad de consumo se puede extender mucho más allá de los límites impuestos por las necesidades naturales o adquiridas del consumidor, asimismo la perdurabilidad física de los objetos de deseo deja de ser necesaria. Se invierte la relación tradicional entre la necesidad y la satisfacción: la promesa y la esperanza de satisfacción preceden a la necesidad que se ha de satisfacer, y siempre será más intensa y seductora que las necesidades persistentes.

Más aún la promesa es tanto más atractiva cuanto menos conocida sea la necesidad; es muy divertido vivir una experiencia cuya existencia se ignoraba, y el buen consumidor es un aventurero que ama la diversión. Al buen consumidor no lo atormenta la satisfacción de su deseo, sino que son los tormentos de deseos jamás experimentados ni sospechados los que vuelven tan tentadora la promesa.

La descripción más patética del tipo de consumidor gestado e incubado en la sociedad de consumo es la que realizó John Carroll, inspirado en la caricatura nietzcheana tan mordaz como profética, del “último hombre”: “El genio de esta sociedad proclama: ¡Si te sientes mal, come!… El reflejo consumista es melancólico, supone que el malestar toma la forma de una sensación de vacío frío, hueco, que necesita llenarse con cosas tibias, sabrosas, vitales. Desde luego que no se limita a la comida, como lo que hace que los Beatles se ‘sientan felices por dentro’. El atracón es el camino de la salvación: ¡consume y te sentirás bien!”.

Existe también un desasosiego, una manía por el cambio constante, el movimiento, la diferencia: quedarse quieto es morir. El consumismo es el análogo social de la psicopatología de la depresión, con sus dobles síntomas contrastantes de exasperación e insomnio.

Para el consumidor de la sociedad de consumo, estar en marcha, buscar, no encontrar, o mejor, no encontrar aún, no es malestar sino promesa de felicidad; tal vez la felicidad misma. Viajar es esperanza, llegar es una maldición. Maurice Blanchot observó que la respuesta es el infortunio de la pregunta; podríamos decir que la satisfacción es el infortunio del deseo).

La regla del juego consumista no es la avidez de obtener y poseer, ni la de acumular riqueza en el sentido material y tangible, sino la emoción de una sensación nueva e inédita. Los consumidores son, ante todo, acumuladores de sensaciones; son coleccionistas de cosas sólo en el sentido secundario, como subproducto de lo anterior.

Mark C. Taylor y Esa Saarinen lo expresaron sintéticamente: “El deseo no desea satisfacción. Al contrario, el deseo desea deseo”. En todo caso tal es el deseo del consumidor ideal. La perspectiva de que el deseo se extinga hasta desaparecer, de quedarse sin nada a la vista capaz de revivirlo o en un mundo donde no hay nada que desear, debe de ser el más siniestro de los horrores para el consumidor ideal (y, desde luego, la peor pesadilla para los mercaderes de bienes de consumo).

Para aumentar la capacidad de consumo, jamás se debe dar descanso al consumidor. Hay que mantenerlo despierto y alerta, exponerlo constantemente a nuevas tentaciones para que permanezca en un estado de excitación perpetua; y más aún, de constante suspicacia y de insatisfacción permanente. El señuelo que le hace modificar su centro de atención debe confirmar sus sospechas y, a la vez, prometerle una cura para la insatisfacción. “¿Crees que ya viste todo? Todavía no has visto nada”.

 

Se suele decir que el mercado de consumo seduce a sus clientes. Pero para ello necesita clientes que quieran que se les seduzca (así como el capataz de fábrica, para dar órdenes a sus trabajadores, necesita una cuadrilla con hábitos arraigados de disciplina y obediencia). En una sociedad de consumo que funciona bien, los consumidores buscan activamente que se les seduzca. Sus abuelos, los productores, vivían de un paso de la cinta transportadora al siguiente, siempre idéntico. Ellos en cambio, van de atracción en atracción, de tentación en tentación, de husmear un artículo a buscar otro; de tragar un señuelo a lanzarse en pos de otro; y cada atracción, tentación, artículo y señuelo es nuevo, distinto, atrapa la atención mejor que el anterior.

Para el consumidor cabal y maduro, actuar de esa manera es una compulsión, una obligación. Pero esa “obligación”, esa presión interiorizada, esa imposibilidad de vivir la vida de otra manera, se le revela disfrazada de ejercicio de libre albedrío. Tal vez el mercado ya lo escogió como consumidor y le quitó la libertad de pasar por alto sus atracciones; pero en cada visita sucesiva al mercado, el consumidor tiene todas las razones para creer que él -acaso sólo él- es quien manda. Es juez y crítico, elige. Puede negarle adhesión a cualquiera de las infinitas opciones exhibidas. Salvo a la opción de elegir entre ellas… pero ésta parece ser una opción.

Esa combinación entre el consumidor, siempre ávido de nuevas atracciones, rápidamente hastiado de las atracciones conocidas, y el mundo transformado en todas las dimensiones económicas, políticas, personales según el patrón de mercado de consumo y, como este, dispuesto a cambiar sus atracciones con rapidez siempre creciente, es la que elimina todos los carteles indicadores. Sean estos de acero, hormigón o hechos de pura autoridad, los puntos de referencia desaparecen de los mapas individuales del mundo y los itinerarios personales de vida. En la existencia del consumidor, viajar con esperanzas es mucho más placentero que arribar. La llegada tiene ese olor mohoso del final del camino, ese sabor amargo de la monotonía y el estancamiento que acabaría con todo aquel que el consumidor ideal aprecia y considera el sentido mismo de la vida. Para gozar de lo mejor que este mundo es capaz de ofrecer se pueden hacer muchas cosas menos una: exclamar como el Fausto de Goethe, “¡Momento que pasas, detente, eres tan bello!”.

El consumidor es un viajero que no puede dejar de serlo.

 

Texto de Zygmunt Bauman, publicado en “La globalización; consecuencias humanas”.

  

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