HISTORIAS DEL FIN DEL MUNDO – TRENES
2020-06-10 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por EZEQUIEL PERÍN
Quienes hayan viajado en transporte público el lunes quince de febrero de dos mil diez entre las seis y siete de la mañana por favor validen en la justicia nacional esta revelación que me costará la vida, para liberarlos a ustedes de ventilar una serie de sucesos espectaculares de aquellos sesenta minutos.
Viaje habitual Beccar-Retiro con mucho olor a puma, ganas de corcho y desazón por un fin de semana malgastado, al tacho, ese arrepentimiento de no haber aprovechado al máximo esos dos putos días en el diome de la esclavización.
Asco de lunes con sabor a nada, like siempre.
El sol ya castigaba los ventanales.
Un niño llora y el resto lo miramos con desgano.
Clava las guampas entre dos estaciones, muchos nos comimos de frente el asiento de adelante, otros viajaban enfrentados y chocaron cabezas o se atajaron entre ellos.
Puteadas con olor a rancio a mañana de lunes, sol y verano sin vacaciones.
Cinco tipos entran en nuestro vagón, en los restantes logré chusmear que sucedía lo mismo, y empiezan a desarmar todos los asientos a una velocidad total.
Desarmaron los interiores de los vagones en siete minutos.
En dos montaron con los mismos materiales una cancha de fútbol.
Sí, claro, con banderitas (las llevaban en un bolso) para el córner y pintaron las líneas para formar una cancha muy digna.
Los tipos estaban vestidos de árbitros y la cosa era simple: nos teníamos que dividir en cantidades iguales de personas, formar dos equipos y ganaba el que llegaba a dos goles, uno de diferencia.
El equipo vencedor enfrentaba a los ganadores de los vagones restantes por ver quién llegaba a ser campeón de un torneo relámpago; los perdedores de la primera ronda disputaban no ser el perdedor total.
Los perdedores totales, que no habían ganado un solo partido, eran fusilados entre Lisandro de la Torre y Retiro.
Era justo.
Los campeones se alzarían con la tarjeta marrón gold, la tarjeta para llevarse sanguches de milanesas de cualquier lugar, panadería, casa de comidas, de nuestro país por el resto de nuestras vidas.
Se firma un contrato de derechos de esa tarjeta y hay que dar fe de vida todos los meses para poder seguir con el beneficio.
Era justo.
Muerte o sanguche de mila.
En mi vagón éramos pocos y mi equipo lo conformó Claudio Villi (sesenta y tres años, kiosquero de Balvanera), Teresa Likener (cincuenta y dos, manicura), Miguel Estrada (cirujano, treinta y cinco), Pablo Mainero (dieciocho, estudiante de medicina), Joaquín Rodríguez (veintitrés, estudiante de bellas artes) y el nene (hijo de Teresa, cinco años), que lo mandamos al arco.
¿Quién le va a patear fuerte a un nene de cinco años?
Llegamos a semis y perdimos con los que iban en el de las bicis del último.
Lógico y justo.
Y al nene le patearon fuerte sin vueltas; diré más, en el primer gol la pelota le da en la cara, cae al piso, llora ahogado, y un rancio toma el rebote con la madre desconsolada y lo vuelve a liquidar.
Todo por la tarjeta marrón gold.
La sanguchera.
¿Entre los fusilados estaba el futuro de la Nación, el ojo de la Patria?
¿Alguien los recuerda?
¿Salió en algún medio?
Me atrevo a contar esto que, tengo entendido, sucedió el lunes quince de febrero de dos mil diez entre las seis y siete de la mañana en simultáneo en todos los transportes públicos del país.
Por primera vez sale a flote, y ustedes tendrán una anécdota más en la sobremesa de morfi. Yo espero lo que toque.
Una citación a la justicia nacional.
La caída de un emporio alimenticio.
Millones a la basura.
Un negocio de rodillas.
Amenazas telefónicas.
Imbéciles usando pan francés.
Corridas bancarias.
Cartas bomba.
Psicosis.
Paranoia.
Series documentales con testigos blureados.
Móviles en la puerta de casa.
Desidia.
El recuerdo del nene en el sopi, la madre llorando y un simio a la carrera a por todo el pan, mila, lechuga, tomate, mayo, pan.
Una.
Otra.
Y otra vez.
Es justo.
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