CONFROTACIONES CONFORTABLES
2020-02-29 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por SERGIO DI BUCCHIANICO
Desde hace muchos años padezco un mal que me estigmatiza en cuanto intento relacionarme con alguien más allá de sus características personales, ideológicas, religiosas, sexuales, etcétera; aunque eso que denomino mal, no sé en realidad si es tal cosa, la única forma que encuentro para definirlo es que lo siento como un estilete clavado en todos los vínculos que me unen a los demás mamíferos que conforman el reino animal, puesto que yace presente hasta en mis relaciones con seres que carecen de pensamiento crítico, e inclusive con aquellos que no poseen siquiera raciocinio, lo cual provoca despiadadas caracterizaciones hacia mi persona, tales como: este está loco, no le des bola en un rato se le pasa, o lo que es peor aún, suelo soportar entre bambalinas comentarios del siguiente tenor: es un hedonista, egocéntrico, desclasado, insatisfecho, resentido, reventado, entre otras.
Esto me resulta un tanto angustiante ya que un perro, un gato, un conejo están imposibilitados de manifestar comentarios como los antedichos, en cambio mis iguales no, lo que determina que el trato con estos, sea un campo minado donde laten detonaciones inminentes con destrucciones irreversibles en los delicados espacios de la convivencia y la reciprocidad. Por otro lado parece quedar manifiesta la evidencia que el inconveniente es fundamentalmente con mis semejantes, y esto fertiliza el pródigo terreno del aislamiento obligatorio, pues ¿qué otro destino podría alcanzar quien carece de interacciones con sus similares? Pero al mismo tiempo una especie de desbordante regocijo inunda las desérticas comarcas de mi alma dolorida por el desprecio y el feroz resentimiento de los que hasta ayer eran mi tribu.
Ahora bien, ese mal, esa enfermedad, esa anomia, o ese hábito que para algunos es un pasaporte hacia el más temido de los azares: la soledad; y de la que dicen, no se vuelve -como si fuera una manera más de la muerte- es la pulsión irrefrenable de elaborar rápidamente argumentaciones contestatarias a posturas ajenas, sean estas relevantes, o no; de encontrar -con la velocidad de la luz- mecanismos dialécticos devastadores ante enunciados de escasa o elevada complejidad.
Lo que quiero decir, es que he desarrollado a lo largo de mi vida una envidiable capacidad de confrontación, de litigio; de cuestionar discursos, apreciaciones, comportamientos, actitudes y costumbres -como ya he dicho con cualquier mamífero, no así con peces, insectos y moluscos- por tanto, es fácil imaginar lo incómodo de mi posicionamiento social como representante de la especie humana, además de ser blanco fácil de agresiones, blasfemias e insultos de variada intensidad y formato.
Podría pensarse que esto de confrontar continuamente es algo positivo, que a través de mi conducta se lograría romper estructuras, modificar líneas arcaicas de pensamiento, etcétera; o que confrontando se podría construir consensos a modo de aportes, para mejorar la trama vincular, que constituye la base de la sociedad, y más aún, que solo de esa forma se atraviesa el umbral de la pasividad para convertirnos (confrontando digo) en agentes transformadores de la tan mentada civilización occidental.
Pero, el motivo de este relato es que ocurre precisamente todo lo contrario: lo único que consigo es romper lazos, afinidades, afectos y producir las siguientes modificaciones de carácter vincular, a saber: quienes me querían comienzan a odiarme, mis amigos pasan a ser enemigos en un santiamén, y los viejos cariños se convierten en bélicos enfrentamientos que antes no existían; los consensos esperados mutan a tierra arada donde germinan odios, desprecios, enojos, y lo que para mí es mucho más grave: donde aparecen silencios que suelen ser el preámbulo de rupturas inmediatas.
Ósea que la trama vincular lejos de mejorar se deteriora, y la brecha que se abre entre un presunto agente transformador de la accidentalidad y este humilde confrontador compulsivo, tiene las dimensiones propias del mismísimo universo.
En este sentido, preocupado por el devenir que se avizora en el panorama de mi vida social, he decidido recurrir a la introspección: un viejo método de la psicología tradicional que consiste en indagar, observar, mirar, husmear dentro de nosotros mismos, para detectar dónde están los hechos que habrían marcado nuestra vida psíquica -porque parece que tenemos varias vidas- y de esta forma poder modificar nuestras conductas, intentar resolver los conflictos y evitar el trauma. Así que un domingo a la mañana me dije: negrito tenés que cambiar… y eché manos a la obra: me miré al espejo, realicé algunos gestos de ferocidad (para intimidar mi natural hermetismo mental) tales como levantar progresivamente el labio superior izquierdo, fruncir el ceño, mirar fijamente a mis propios ojos desafiándome, y por último gritar a viva voz: a introspeccionaaar de dichooo.
Inmediatamente recibí un shshshsh interminable de mi vecina, que es una solterona mal arriada y que además no entiende nada de psicología. El primer impulso que nació desde mis entrañas fue confrontar con la marrana insatisfecha, pero tuve piedad, pues mis años de entrenamiento en tareas confrontativas hacían de la vecina un verdadero pichi. Luego me dispuse a intentar generar dentro de mí un estado de relajación sin saber muy bien de que se trataba, pues los confrontadores de oficio desconocemos esos fenómenos de carácter esotérico; pero recordé que una vieja amiga (hoy enemiga incondicional) decía: la música es relajadora. Acudí entonces a mi basta y demoledora discoteca; después de dudar entre Motorhead, Maiden y Megadeth opté por Corrosión of Conformity como medio de relajación, y me dispuse cual ansioso espectador, a mirar con afanosa curiosidad la película de mi vida psicológica, convencido de encontrar las causas del lacerante mal que habitaba en mí como un siniestro parásito, provocando esa especie de satisfacción letal irrefrenable, la de gozar en cada confrontación como si se tratara de una poderosa droga alucinógena, y que me pronosticaba un oscuro futuro de tormentosa soledad y contradicciones, como antesala de la locura inevitable.
Para poder arribar a conclusiones concretas y útiles en el viaje por mi interior resolví ordenar el derrotero del mismo de la siguiente manera: a) infancia, b) adolescencia, c) madurez. Confieso que tuve la tentación de agregar un punto más, el d) vejez, pero rápidamente entendí que ello me colocaba en la posición de anciano y supe entonces que si bien aún no lo era, no obstante sería en vano realizar la tarea impuesta, pues en esa etapa de la existencia lo único que no se debe perder es la capacidad de confrontación, ya que nos toca enfrentar al peor de los contrincantes: la muerte; además después de confrontar toda mi vida, cómo no voy confrontar con la parca, me dije, y decidí eliminar el punto d) con el noble objetivo de controlar a esa despiadada y maldita gárgola que había crecido hasta adueñarse de mi esencia, para manejar mis reacciones en la interacción con los demás.
Durante el recorrido introspectivo al abordar el punto a) no hallé hechos traumáticos de la suficiente envergadura que hayan alimentado a la bestia que ahora intentaba combatir, solo encontré robo de figuritas, algún reto exagerado de mi madre o alguna mirada intimidatoria de mi padre ante inocentes travesuras; reproches de amiguitos ante alguna falla o distracción en un partido de futbol, ya que mi rol de arquero permanente en el equipo del barrio me impregnaba de una responsabilidad mayor que la del resto; trompeaduras a la salida de la escuela, robo de bolitas, humillantes derrotas de payana y cosas así.
Ya en el punto b) aparecieron frustraciones amorosas, hermandades que creía de fierro y que en realidad eran manteca pura, las primeras confrontaciones de carácter político con adultos, de las cuales salía totalmente vencido e iracundo por la falta de argumentos históricos y la creencia de que la razón de la rebeldía algún día triunfaría en el orden aburrido y cínico de los mayores. Aunque creo muy remota la posibilidad de que estos acontecimientos hayan engendrado el deseo imparable de confrontar hasta con animales, aclaro hasta con animales, porque existe una lista importante de vegetales y árboles que han recibido insultos e improperios de mi parte (con los sensatos razonamientos argumentativos pertinentes, por supuesto).
Así que, al no hallar la clave de mi desgracia en el punto b) rápidamente tome el toro por las astas, es decir el punto c), entendiendo que en la madurez tal vez encontraría el nudo de la madeja del problema que ardía en mis entrañas como una llaga, debido a que el hábito confrontativo ulceraba mi vida social, cuyas secuelas lastimaban también el núcleo individual de mi persona, pues somos animales sociales y como tales nuestras subjetividades, modos y hasta pensamientos son en gran parte, el producto de las relaciones con los demás, intento decir que somos de acuerdo a la sociedad en que nacemos y crecemos o por lo menos en la que vivimos; y esto era mi verdadera preocupación, dado que esa pulsión incontrolable e instintiva, placentera y dolorosa, funcionaba como una especie de monstruo auto destructivo, porque mis confrontaciones permanentes eran con aquello que me determinaba (la sociedad), y eso… eso era suicida.
Este último tramo de la travesía interior resultó bastante complicado de recorrer por haberme encontrado con algo así como un mapa sin división política, sin delimitaciones, sin referencias exactas para empezar la lectura del mismo, pues ¿Dónde comenzaba la madurez? ¿Cuándo? ¿Qué hechos de mi vida darían alguna señal de ella? ¿La emancipación de la casa paterna? pues no, conocía infinidad de personas que aun viviendo solas dependían de mami o papi; ¿la vida en pareja? no, cientos de matrimonios se comportaban frente a mis ojos como primates adolescentes en celo; ¿un trabajo estable? ¿La condición de asalariado?, tampoco, sabía perfectamente de ejércitos de sujetos con esa suerte, cuya alienación los convertía en mansos galgos domesticados corriendo detrás de zanahorias artificiales, y lo mismo ocurría con cuentapropistas, emprendedores personales o cooperativistas, y convengamos que galgos veloces no se parecen mucho a hombres maduros, al menos en mi precaria escala de valores. Así fui inspeccionando diferentes modelos de madurez sin encontrar ninguno que me permitiera usarlo como referencia para marcar un punto de inflexión, entre el universo adolescente y el adulto: el sazonado, el maduro.
De modo que en el repaso por ese incierto estadio de la vida, descubrí que también yo había cumplido rigurosamente con todos los hitos que impone el marco social en el que estamos atrapados sin independencia posible, respetando coordenadas y modelos epocales, convenciones y rutinas masificadas, al igual que la mayoría de mis semejantes y que de ninguna manera coronaban la tan nombrada madurez.
Sin embargo, el resto de las personas no sufrían del instinto de confrontación confortable que atravesaba mi realidad, no poseían esa idea placenteramente suicida de atentar contra lo establecido por los otros, de alguna forma el mal que horadaba mi psiquismo era exclusivo patrimonio personal. A esa altura de los acontecimientos, la encrucijada era saber si vivía dentro del equilibrio emocional estándar, o no. Y reconocerme como un sujeto equilibrado pasible de algún desaguisado vincular, o bien como un definitivo inadaptado social.
Por último urge aclarar, que como resultado de mi odisea intra psíquica, el punto c) hacía aguas en el ríspido camino hacia el remedio deseado. Era un instrumento inútil para alcanzar el objetivo propuesto, debido a que si la madurez era imposible de definir, dado que no existía conducta alguna que le ofreciera identidad, si todo comportamiento o decisión se encontraba bajo la implacable sospecha de ser calificado de inmaduro, el punto carecía de existencia, era una falacia, pura cháchara, en consecuencia mi pulsión indomable de disfrutar confrontando contra mis iguales y no tan iguales, quedaba a salvo de toda crítica, y fulminaba de una vez y para siempre, la posibilidad de tratamiento alguno.
Ante semejante revelación resolví examinar con mayor detalle cada uno de los ítems recorridos, y los alcances fueron concluyentes: el hábito de reconfortarme confrontando parecía no tener una raíz traumática ni en la infancia, ni en la adolescencia, mucho menos en la madurez, porque no había ningún parámetro para confirmar su veracidad en tanto etapa de la vida. Además, consideré este hallazgo como todo un descubrimiento de valor psicológico, científico y hasta comercial, pues si lograba patentarlo con el título rimbombante de: “La idea de madurez es un instrumento más de control de masas”, lloverían billetes de todos los colores en mis humildes bolsillos de trabajador informal y ciudadano periférico.
Envalentonado por el magistral descubrimiento volví a mirarme en el espejo. La emoción se apoderó de la razón. Las lágrimas rebalsaron mis ojos. Las manos temblaban como en un compulsivo ataque de Parkinson y creo que mi corazón aumentó de tamaño en una sobrecarga de alegría. Me resultó imposible detener una carcajada alocada y plena de satisfacción que provocó otro interminable shshshsh de la solterona mal arriada, cuya contestación de mi parte fue un salvaje y endemoniado uiiijaaa.
Liberado ya de la tediosa sensación de sentirme un anormal, y habiendo salido airoso del auto examen al cual fui sometido por propia voluntad y empeño, ponderando los tradicionales métodos de la vieja psicología, y reivindicándome como un verdadero gladiador dialéctico, hoy decido entregarme estoicamente a los áridos e insospechados caminos del porvenir, en busca de futuras confrontaciones, con una sola esperanza: la de finalizar mis días en el campo de batalla de las relaciones humanas, esgrimiendo la certeza de haber descubierto en los confines de mi propio ser que definitivamente, las confrontaciones confortables son la consecuencia inexorable de todo aquel que nace para pito y que nunca… pero nunca, llega a corneta.
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