BARRIO FANTASMA
2020-02-25 Desactivado Por ElNidoDelCuco
Por ANDRÉS GARCÍA
Si hay algo que aprendí en la vida es que si no tenés calle sos un gil. Se nota a la legua cuando alguien está huérfano de barrio. La universidad de la calle no se tramita en ninguna institución, nace en la vereda, se nutre de amistades y de odios, se experimenta en infinitas travesuras, se debate en las esquinas, se define en una cancha improvisada o en una pelea mano a mano, y se pone a prueba constantemente con la lealtad o la traición. Valores que te definen para siempre y que ni la escuela o la familia puede enseñar, ni siquiera tus viejos te pueden transmitir por una cuestión generacional.
El barrio es un escenario de ensayos para lo que va a venir. Tendremos momentos dramáticos, trágicos, románticos, cómicos, absurdos… Pero si no hubo ensayo quedaremos expuestos como esos malos actores que no saben dónde están parados, que sobreactúan o se olvidan la letra, que no saben qué hacer con su cuerpo, que se sienten desnudos ante un público con ciertas expectativas. Esa falta de entrenamiento generalmente los convierte en mala gente. Se nota mucho en el trabajo con los compañeros, ni que hablar de los jefes. Los más inútiles, los más inseguros son los peores, son capaces de cualquier cosa con tal de no fracasar o de subir escalones pisando cabezas. No tienen códigos se dice.
Los códigos se aprenden en el barrio. Es el barrio el que te enseña a relacionarte con los demás, a medirte, a jugártela por un amor que ya duele, a remedar un corazón roto, a escuchar al otro, a confesarse, a entrenar el olfato para no caer siempre en las mismas trampas. El barrio conjura el miedo que inoculan las religiones o los medios de comunicación. Uno aprende a ser valiente por necesidad, temerario por orgullo. La vida siempre está en riesgo en el barrio, pero estar rodeado de amigos te da una seguridad que ni un chaleco anti balas podría garantizar.
Aprendemos a no aburrirnos poniendo en juego siempre la imaginación. No hay nada más creativo que una barra de amigos. Pero también está la envidia, los celos y el odio irracional. Las provocaciones y las peleas mano a mano. Pero es como en el boxeo, cuando nos bajamos del ring se termina todo. Los códigos le dicen.
También aprendimos el chamuyo, y a robar boludeces en el quiosco o el almacén. Tosimos hasta las lágrimas fumando nuestro primer cigarrillo o hemos sido llevados en andas por amigos después de presumir que podíamos chupar más que el otro. Hemos hecho surcos en las calles haciendo el mismo camino y le hemos sacado punta a varias esquinas que eran puntos de encuentro, el ágora donde empezaban a pulirse las primeras ideas y se agigantaban nuestros sueños más volados. La certeza de que éramos eternos nacía de esa poderosa voluntad joven y prepotente, que esperaba su momento para protagonizar una revolución.
Hoy mi barrio está muerto. En realidad hace mucho que está muerto. Lo mató el miedo, ese mismo que había sido conjurado por el barrio. Los medios le encontraron la vuelta para encarcelar a los chicos en las casas y encadenarlos a las nuevas tecnologías, que asesinan la imaginación y la creatividad. Secuestros, robos, violaciones, accidentes de tránsito y un largo etcétera de miedos comprimidos nos enfermaron el alma. Ni que hablar de la desconfianza ciega. Hoy los vecinos no se conocen. No hay chicos en las calles jugando o andando en bicicleta. No hay barra de pibes. Y si las hay todos miran de reojo y esconden sus celulares, no vaya a ser que…
El barrio se murió y con él ese escenario de ensayos. Las relaciones virtuales nos convierten en seres miserables que viven construyendo un relato de sus vidas que es pura imagen. No se salva ni la comida de ese hilo monstruoso en donde la vida privada se presume banalmente. Nos espiamos en las redes sociales como si fuesen la huella digital de nuestras vidas o el análisis de nuestro ADN. Es como creerle a la tele. La grieta ideológica se expandió como un cáncer en metástasis y hoy las redes son un campo de batalla de idiotas que discuten con fervor revolucionario como si de ello dependiera el futuro de la Nación o la extinción de una especie.
Y uno que tiene barrio ha caído también en la trampa, quizá arrastrado por la vorágine de la evolución tecnológica, que va tan rápido que es imposible pensarla y que cuando se logra pensarla ya es obsoleta. Queriendo estar a tiro de las nuevas generaciones caemos en la trampa de los sin barrio. Pero nos salvan los códigos y el olfato. Y el vernos en el escenario como unos miserables. El ensayo y el oficio no dan tregua, no hay peor cosa que engañarse a uno mismo.
Por eso triunfó el discurso de la meritocracia y el sálvese quien pueda. El fruto de mi trabajo es fruto de mi propio esfuerzo. El sujeto y la propiedad como una isla desierta. Tengo, luego existo. No es que esto sea algo nuevo, es tan viejo como el capitalismo. Pero el barrio atenuaba las cosas, generaba vínculos solidarios que rompían con la lógica del saqueo.
No puedo evitar idealizar mi nostalgia. Hay que reconocer que el barrio no te salvaba de nada. Abundaban los vecinos miserables, envidiosos, garcas, y esa rara especie que quiere cagar más alto que el culo. No te salvaba de nada pero te daba lecciones. El barrio no dejaba de ser un pequeño espejo de lo que era el país. Hoy cambiaron el espejo por el celular, que es un espejismo. Relaciones virtuales a la distancia con la distorsión de lo diferido.
Mi barrio sigue ahí, pero está vacío. Ya no se escuchan las risas cómplices, ni los pelotazos en los portones, ni las corridas en banda, ni las bicicletas saltando rampas improvisadas. Ya no veo chicos subidos a los árboles, ni la barra en la esquina haciéndole burla al tiempo. Tampoco están los viejos sentados en la vereda relojeando a los pibes. Aquellos ecos lejanos tocan el bemol de mi nostalgia y me hacen cantar un tango “bajo el emparrado de mi patio viejo”. No pienso en un mundo mejor o peor por causa del barrio. Simplemente lo extraño y siento lo mucho que nos haría falta hoy.
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