LATINOAMÉRICA Y EL ESPEJO QUE NOS DA LA ESPALDA

LATINOAMÉRICA Y EL ESPEJO QUE NOS DA LA ESPALDA

2019-12-17 Desactivado Por ElNidoDelCuco
















Por JUSTO LAPOSTA

               Cuando el maestro Furibundo Tempo nos preguntó qué significaba ser Latinoamericano, se nos cayó la estantería. Fue en el contexto de todos los conflictos que estallaron repentinamente al sur del Río Bravo: Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia. Uno toma posición enseguida, sabe de qué lado está cuando ve represión y violaciones a los derechos humanos.

¿Pero qué tenemos en común con ellos, si es que hay algo? ¿Qué nos une, qué nos identifica? Somos los territorios liberados por San Martín y Bolivar; los territorios, no los pueblos, que apenas comparten el mismo idioma y algunas costumbres, pero distanciados por ciertas mezquindades históricas. ¿Cómo puede ser que nunca pudo concretarse el sueño de nuestros libertadores de conformar la Patria Grande? ¿Será que hasta nuestro gentilicio nos da una identidad prestada que poco tiene que ver con nuestras raíces? Tanto América como América Latina dice nada de este continente que fue invadido, saqueado, esclavizado, explotado (genocidio mediante), y mucho menos de los pueblos indígenas que padecieron la invasión y el exterminio. Somos mestizos. Una mezcla de acá y allá, que pretende ser más de allá. Identidad dudosa marcada a fuego de educación colonial. Pretencioso espejo de Europa, que como todo espejo invierte las cosas.

 

UN BAUTIZO LLENO DE EQUÍVOCOS

América no fue descubierta, ya existían imperios y civilizaciones más cultas y humanas que las del viejo mundo. Y la llegada de Colón a las Antillas cambió para siempre la historia de la humanidad. Pero jamás puso un pie en nuestro continente. Solo en sus últimos viajes navegó por las costas venezolanas y el golfo, pero para esa altura Colón estaba casi ciego y enfermo. Aquel que fue llamado Descubridor de América, no pudo pisar su suelo ni ver siquiera sus costas. Parajodas de la historia.

Otros adelantados también pasaron por allí sin poner pie en tierra. Alonso de Ojeda, el Caballero de la fe, quien bautizó Venezuela (pequeña Venecia) a aquellas tierras que costeaban el lago Maracaibo. Alonso Niño, y luego Pinzón (ambos pilotos de Colón en su primer viaje) y Diego de Lepe, quienes llegaron a las costas del norte de Brasil y a la desembocadura del Amazonas. Con ellos iba Americus Vesputius, un florentino simpático y mentiroso, quien luego de aquel viaje “escribió dos cartas a sus compatriotas Lorenzo de Médicis y Pietro Solderini, en las que se arrogaba tres cosas que nunca sucedieron: haber comandado cuatro expediciones a las Indias; ser nada menos que el descubridor de Tierra Firme y decir que la expedición de Pinzón había llegado hasta el paralelo 52 grados sur (¡casi hasta la Antártida!), cuando no había pasado de las costas norte de Brasil”[1]. Estas cartas se publicaron en Florencia al año siguiente y fueron intensamente leídas por los cartógrafos de la época, que estaban siempre atentos a toda información nueva que llegara de las Indias.

En un año se hicieron 11 ediciones de las cartas de Américo, que ya daban vuelta por toda Europa. Así que en vez de llamarnos Colombia (hijos de Colón), nos bautizaron América (hijos de Américo) por una mentira echada a rodar en el tiempo justo y por los canales adecuados. El continente invadido y conquistado por España debía su nombre a un florentino mentiroso que no había puesto un pie sobre estas tierras. Pero de habernos llamado Colombia (como en su momento sugirió Miranda), estaríamos en el mismo caso, un continente con el nombre de un genovés que no pudo ver estas costas con sus ojos ciegos, y tampoco pisó tierra firme. El “Nuevo Mundo” fue “descubierto” y bautizado por dos italianos, a nombre de España. Una madre y dos padres para un hijo que ya estaba nacido. Como para no tener problemas de identidad.

 

LATINOS DE AMÉRICA

Pero como cosa de Mandinga, a los del sur de América nos expropiaron el nombre. La naciente potencia del norte, EEUU, comenzó a usarlo como sinónimo. América era EEUU, y americanos eran sus ciudadanos. El siglo XIX iba llegando a su fin, y la nueva y creciente nación, con pretensiones de imperio, da a conocer al mundo su Destino manifiesto y la Doctrina Monroe. Parece que Dios se olvidó de los judíos y eligió un nuevo pueblo para que llevara a las demás naciones libertad y democracia. América para los americanos, sentenciaron. Pero como ya dijimos, americanos solo eran ellos, ergo…

Parece que esto a los europeos no les cayó nada bien, sobre todo a los franceses que veían cómo la cultura anglosajona (Inglaterra y Alemania sobre todo, cuando no Rusia) iba ganando terreno. Para ello reinventan la latinidad, un ideal de raza latina, una especie de imperialismo cultural muy a la francesa, el panlatinismo. Cuando Napoleón III invade México (1861), uno de sus mascarones de proa fue América Latina. La invasión fue un fracaso, pero el nombre encarnó en un momento justo, y comenzó a expandir su trabajo político.

Llamarnos Hispanoamérica no iba, nos dejaba muy pegados a España, que por aquellos años había bombardeado las costas de Chile y Perú exigiendo el pago de la deuda externa; y América ya había sido expropiada por los norteamericanos que amenazaban con avanzar sobre Sudamérica con pasos de siete leguas. Latinoamérica sonaba distinto y fresco. El mismo término incluso marcaba un claro sentimiento antinorteamericano y luego antiimperialista. “Así como América fue el gentilicio del orgullo criollo para luchar contra el conquistador español, “América Latina” lo será de las jóvenes nacionalidades independientes, para diferenciarse de los EEUU”[2].

Si bien fue la Francia de Napoleón III quien puso en boga el término América Latina, para adosar toda América del sur al panlatinismo; quien lo utiliza por primera vez en un escrito académico, fue Carlos Calvo, un argentino que residía en Francia. Aparece en una obra suya sobre derecho internacional público: “El Derecho internacional teórico y práctico en Europa y América”, publicada en París en 1862. Otro residente sudamericano en Francia, el colombiano José María Torres Caicedo, también utiliza el término en la lectura de una poesía años atrás. Y Francisco Bilbao, un chileno que da una conferencia en París por la misma época también habla de Latinoamérica. Quién acuñó la palabra no lo sabemos, pero los indicios nos dan a entender que “América Latina” era un término utilizado asiduamente en los círculos académicos de Francia. Los registros históricos, sin embargo, lo posicionan al argentino como el primero que lo utiliza en una obra editada.

 

PROBLEMAS DE RAÍZ

Pero más allá de estas genealogías gentilicias que desnudan las huellas de bautismos fallidos, tenemos un problema de raíz. Muy poco sabemos de las culturas originarias. Casi todo fue quemado y destruido. La indiferencia hizo otro tanto en las naciones que se fueron independizando. La colonización cultural europea fue más poderosa que la de las armas y los cañones. Civilización o barbarie fue el leitmotiv del siglo XIX para terminar de enterrar los vestigios nativos. Siglo que volvió a regar de sangre los suelos de Sudamérica entre guerras independentistas y civiles, mientras EEUU consolidaba su economía y su sistema político para disputar el verdadero poder. Así como furgón de cola, Latinoamérica adopta sistemas políticos foráneos, copia constituciones ajenas, soñando siempre con ser el lacayo ideal de algún imperio. Mientras EEUU e Inglaterra se disputaba la servidumbre de las nuevas naciones, políticos y oligarcas locales entregaban las vírgenes soberanías firmando empréstitos que eran verdaderos latrocinios. Libres sí, soberanos no. La épica libertadora y el sueño de la Patria Grande habían sido enterrados rápidamente.

Nos faltó quizás un Destino manifiesto y una Doctrina Monroe a nuestra medida e intereses. Una memoria épica. Una línea histórica y genealógica que nos uniera a los Incas y a cada pueblo originario de la región. Una identidad propia sin adopciones de ningún tipo. Una voluntad de poder que atravesara transversalmente toda la región. Y una expansión económica que le hiciera frente al mundo con los brazos extendidos.

Pero no fue así. Lo que tenemos son naciones fragmentadas, muchas de ellas empobrecidas y totalmente dependientes. Incluso dentro de un mismo país tenemos crisoles de razas y costumbres. Odios intestinos irresueltos y recurrentes. El racismo, la xenofobia y la aporofobia envenenando el espíritu colectivo. Somos tan distintos, pero con una historia trágica compartida. Con la ventaja de un idioma en común, parece que nunca nos entendiéramos. Distanciados y recelosos caemos siempre en las trampas del enemigo, sea Inglaterra o EEUU. Pero el peor enemigo es el traidor, el compatriota genuflexo que nos entrega por un título de lacayo imperial.

¿Qué significa entonces ser Latinoamericano? Todo esto y nada a la vez. Problema identitario que nos convierte en los mismos desconocidos de siempre. Pero el concepto mismo de nación y soberanía cruje en todo el mundo bajo el peso de la globalización, el imperialismo hoy es corporativo y los gentilicios van perdiendo importancia. El poder financiero no entiende de banderas ni destinos manifiestos. Con la misma codicia y avaricia de antaño, se lanzan al mundo saqueando riquezas, contaminando el medio ambiente y creando guerras y conflictos por doquier. Cambiaron los medios pero no las mañas.

Quizás sea hora de replantearnos las cosas. El mundo perdió sus fronteras y cada vez es más difícil sostener políticas proteccionistas. El avance tecnológico, junto a internet y los celulares, están formando (o deformando) una subjetividad cosmopolita, una intersubjetividad sin gentilicios. No hablo de uniformidad ni de una lógica de hormiguero, sino de una identidad global con características regionales.

La lucha por el dominio global está en marcha. Quién sabe cuáles serán sus resultados. Mientras tanto Latinoamérica sigue con sus venas abiertas y sus raíces secas, en busca de una respuesta, que es como un espejo que nos da la espalda.

 

[1] “América Latina en perspectiva. Dramas del pasado, huellas del presente”. Mario C. Casalla. Ediciones Ciccus. Pág. 35.

[2] Idem. Pág. 410.

  

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