LOS ’90: FIN DE CICLO. EL RETORNO DE LA CONTRADICCIÓN

              Tenemos en el filo de nuestros ojos a una década que enterró un siglo de modernidad, habilitando todas las paradojas culturales, y que desnudó con crueldad y obscenidad parejas, como pocas veces en la historia del país, del cuerpo vivo, lacerado, pero vivo, de la pobreza. No fue obra de dioses alocados, o esquivos para las gracias, ni de catástrofes de la naturaleza; resultó ser el producto consciente de un verdugo político, cumpliendo un mandato expreso del Poder, legalizado, institucionalizado, amparado y promovido bajo las togas de la impunidad.

Dicho desde los bordes de la economía: estamos ante la vulgar reacomodación de un orden ya conocido, reproducido y reproduciendo en las vueltas de su espiral dialéctico. Neoliberalismo en los viejos odres del capitalismo. Conductas movidas por el egoísmo y la usura, también por la glorificación del miedo, tras el chantaje de la fantasmática heredad de la dictadura, siempre latente, en aras del disciplinamiento que garantiza la riqueza y el adiós a los sueños de la verdad humanística.

A luz de todos y frente al altar de la corrupción festiva, se consumó, hasta el extremo de la antropofagia social, el sacrificio de la pobreza.

Otra vez la historia cobró sus tributos con libras de carne inocente. En menos de una década se pasó del Terrorismo de Estado y la certeza velada de sus desaparecidos, al terror de un estado desaparecido, con la miseria y la exclusión social expuestas en las sangrientas camillas de un hospital de campaña.

Igual que en el cercano ayer de las trompetas militares, en la década del ’90 buena parte de la sociedad se lavó sus manos, aunque el cuerpo de los niños hambrientos tocara tierra en cajones de manzana.

Hemos recibido un duro legado; saber que, en plena dimensión de los cuerpos, desde la razón y la pasión, que el verdadero cementerio es la memoria. (Hay una carta de Rodolfo Walsh, tras el asesinato de una de sus hijas, donde habla por todos, también por las almas que callaron, perdidos en el silencio…).

La memoria es entonces un espacio de indagamiento y revelación. Activa la conciencia diciéndonos que existe un discurso de la resistencia, mantenido en los peores momentos del desgarro social, con pérdidas y derrotas, que a veces no supera la articulación de un grito, un balbuceo, un ¡no!, un ¡basta!… pero que por encima de la fragilidad y lo fugaz en la esencia de los hechos humanos, sigue siendo un territorio tan heroico como deseante.

Nos descubrimos entonces en la lectura de un deber ser, de sustancia ética y cumplimiento político: procurar que los acontecimientos lastimosos de una historia que se obstina como tragedia, sean puestos en su contexto humano, puedan recuperar su significación completa.

De otro modo, el cúmulo de las desgracias de quienes nos anteceden, la acción y la vocación redentora, los sacrificios y entregas voluntariosas, frente a la tierra arrasada que caracteriza al poder, se convierten no en un estímulo de vida y de lucha, sino en una carga feroz que nos consume día a día y al fin paraliza.

Se trata de construir la historia. Se trata de la memoria y la conciencia. Se trata de dar batalla a un poder que reproduce y magnifica los estatutos de la mortificación.

Es que más allá de los saberes, riquezas, dogmas religiosos y pertrechos militares que lo encubren, el capitalismo sigue siendo la dimensión social de la muerte, según los flujos y reflujos de las aguas de cada época.

La época que nos ocupa -impensable y grotesca sin el Tiempo de los asesinos que le precede- acaso ya fue superada en su gestualidad y retórica, pero sigue presente en la destrucción causada sobre el cuerpo social, y en las relaciones que estableció por largo tiempo con la cultura de Thanatos.

Son muchas las víctimas que han perdido la conciencia del derecho y la propia dimensión de la vida.

Hay una tarea que cumplir.