LOS SOBRANTES
2019-04-02 Desactivado Por ElNidoDelCuco
POR CCCP – Cooperativa Clandestina de Comunicación Proletaria
Texto de Blas Costes, Grupo de Investigaciones regionales.
LA VIDA DE LOS “TRAPITOS” EN ROSARIO
En Rosario, como en todas las grandes ciudades del país, cientos de personas viven y sobreviven en las calles. Duermen, mendigan, trabajan. Abandonados a su suerte desde la infancia, se las arreglan como pueden, enfrentando los más diversos peligros; la vida a la intemperie, el hambre, los abusos, el delito y las drogas, la cárcel y el abandono. En esta nota intentamos realizar una primera aproximación al fenómeno, dando cuenta de sus historias, los problemas que enfrentan y cómo sobreviven.
HIJOS DE LA TEMPESTAD
“A los ocho años me fui de mi casa. Mi viejo le cortó la cara a mi vieja y se fue a Santa Fe, yo me tomé el palo”. Así arranca el relato de uno de los trapitos entrevistados. Historias similares se repitan en cada una de las entrevistas. Entre los ocho y los doce años huyen del hogar, expulsados por historias de violencia, de abusos, o por la propia miseria. Hogares que se desmoronan y descomponen al ritmo de la crisis y de la desocupación. A veces ni hace falta vivir historias de violencia intrafamiliar para abandonar el hogar; algunos simplemente se desayunaron un día con que ya estaban “grandes” para seguir siendo sostenidos por sus padres, que no podían mantener otra boca que pide comida. ¿Adónde van los hijos de la miseria? No queda otra, a la calle. Por eso en un solo galpón abandonado del puerto, en una noche de diciembre de 1996, uno de nuestros entrevistados contó más de 120 “pies”. Sin escuela, mucho menos techo bajo el cual poder dormir, se van a los galpones del puerto, del ferrocarril, a la terminal o directamente a la vereda. A su casa no vuelven, no existe un lugar de retorno. Esta situación aún hoy se sigue repitiendo en otros espacios físicos, porque los galpones del puerto han dejado de ser hoteles para los huérfanos de la clase obrera desocupada.
Tener la vida en las manos a tan temprana edad resulta ser una responsabilidad compleja. Sin embargo se las arreglan para cuidarse los unos a los otros oficiando de padres y madres según disponga la situación. A la mañana salen temprano y a la noche se reúnen de nuevo todos en el galpón, cuentan las monedas y salen a comprar algo para cenar. A esa temprana edad aparecen también las adicciones; si la jornada fue buena, quedan algunas monedas que se gastan en cigarrillos, alcohol, marihuana o poxirán. Cuando la vida queda reducida a la mera supervivencia, el tiempo se mata con estos vicios.
Mientras son niños, la actividad más rentable suele ser vender estampitas. Eso permite hacer un peso para comer y, además, al moverse en bares y restaurantes pueden ser invitados a la mesa, suerte que resolvería el problema de primer orden al menos por medio día. Otra forma de sobrevivir suele ser pedir monedas, sin más, afuera de los supermercados o en lugares donde hay grandes concentraciones de personas. Abandonados a su suerte, viven de la caridad. Uno de los entrevistados, recordando su infancia, nos cuenta:
“No me perdía ni un partido de Newells, ahí me encontraba con un vecino que me conocía de cuando vivía en la casa de mi vieja. Yo sabía dónde estacionaba y lo esperaba haciéndome el boludo. Me pegaba el grito y me compraba la entrada, una re hamburguesa y una coca. Esas hamburguesas eran gigantes, ahora no te dan nada.”
Alguien a veces los recordaba y ese era su día de suerte. Esta rutina se repite hasta la pre-adolescencia. A partir de allí, por su contextura física, sus necesidades, su afianzamiento y educación en la calle, se abren nuevas “posibilidades”. Y casi todas son delitos.
LAS MALAS COMPAÑÍAS…
Mendigo adulto no inspira piedad. Al crecer, la vida se hace más complicada. A partir de los 12 años, según las entrevistas, comienza el delito. Ellos son menores, los hechos también, por eso pasan breves periodos en los institutos. El Estado los castiga con la reclusión por sus delitos, pero no se preocupa por sacarlos de la calle ni por evitar la reincidencia. Nos cuenta uno de los entrevistados que en una de sus entradas a institutos estaba comenzando a leer y a escribir, además de aprender un oficio. Esto lo animaba, porque le permitía tener más herramientas para desarrollarse en el mundo laboral. Pero al cumplir la condena le dan la “libertad” y sus sueños se desvanecen. Intenta continuar con las clases, averigua dónde ir, qué ofrece el Estado, y no encuentra más que puertas cerradas y de nuevo la calle, de nuevo el delito. Desde los 12 a los 18 años la vida transcurre entre la calle y los institutos de menores. Los institutos están lejos de ser una panacea. Son comunes las denuncias respecto al hacinamiento, las malas condiciones de alojamiento, la violencia entre reclusos y de los penitenciarios hacia los menores presos.
Sin embargo, al llegar a la mayoría de edad el delito se vuelve más peligroso; pueden terminar en una comisaría o en la cárcel. Todos nuestros entrevistados cayeron presos, y la experiencia no fue grata. Al salir intentaron resolver sus necesidades evitando el delito, pero completamente conscientes de que frente al hambre no hay muchas opciones:
“Hace siete años que no caigo en cana, pero si no me dejan lavar coches no me va a quedar otra que salir a robar. Yo sé trabajar, sé cortar el pasto, sé albañilería, acá lavo autos, pero si no hay nada, también sé robar”.
Alejarse del delito es vivir nuevamente al día, alternando la mendicidad (como en la infancia), con las changas que puedan surgir. Cuidar autos o limpiar vidrios (una forma de mendicidad que linda con la extorsión), pero también realizar pequeñas changas por las que les pagan los vecinos: lavar autos, limpiar un techo o cortar el pasto.
La mayoría de nuestros entrevistados cuidan o lavan coches. Su situación particular es de extrema vulnerabilidad y riesgo. El nivel de descomposición se incrementa junto con el avance del día, a lo que se suma la hostilidad de la GUM (Guardia Urbana Municipal) que les saca los baldes. Quienes cuidan y lavan por la mañana, en su mayoría pueden sostener una vida medianamente organizada, una casa en la villa, una comida asegurada y un cierto monto fijo de ingresos por día. La situación varía por la tarde, donde ya no hay un horario fijo y por el propio ritmo de la ciudad no existe garantía alguna respecto a lo que se sacará. A diferencia de los de la mañana, no tienen relación con los comercios ya cerrados, que podrían salvarles el día ofreciendo alguna changa. A la noche estas cuestiones se agudizan, los autos son menos y los peligros más, no existe relación alguna con los comerciantes porque no los ven y las relaciones que se entablan son las propias de la marginalidad y el delito.
UN RINCÓN HECHO DE LATA Y HORMIGÓN
Otro problema que toma crucial importancia es el de la vivienda. En las villas o en la calle, así viven cuidacoches, vendedores de estampitas, cartoneros, cirujas y demás desocupados que transitan la ciudad.
El que logró conseguir un terreno en la villa y levantarse una casa alcanzó la gloria; el sueño americano en la periferia de la urbe es poder parar la olla y tener cuatro paredes de chapa para cortar el viento.
Sin embargo siguen expuestos a los desalojos. Pero esta no es la peor situación a la que pueden llegar. Basta con pensar en la cantidad que viven en la calle. Las autoridades reconocen a solo 190 personas en situación de calle en todo Rosario, número que casualmente coincide con las plazas disponibles en los tres albergues que funcionan en la ciudad. Sin embargo, un simple recorrido por las calles de madrugada muestra que se trata de una mentira. Las asociaciones de voluntarios, que no pretenden llegar a todos, preparan cada noche el doble de raciones para alimentar a quienes viven en la calle.
Estos refugios presentan múltiples problemas, por lo que difícilmente pueda ser una alternativa para buena parte de los que terminan durmiendo a la intemperie. Los entrevistados nos señalaron que el primer problema es el de los horarios. Al obligarlos a ingresar antes de las 18hs, tienen que abandonar sus actividades alrededor de las cuatro de la tarde y cruzar la ciudad en busca de una cama. Esto les resta horas cruciales para conseguir el dinero que les permita llenar la panza. La salida, a las 7 am, es otra complicación; la actividad urbana recién arranca a partir de las nueve. A su vez, la inexistencia y las restricciones al ingreso de mujeres (muchos refugios solo admiten hombres) obligan a separar a las familias. Estos son los alojamientos que el gobierno rosarino anuncia con bombos y platillos todos los inviernos. Para la gran mayoría de los cuidacoches no son alternativa, y terminan durmiendo donde los agarra el sueño.
SALIR DEL INFIERNO
Frente a esta situación, algunos les plantean que la solución pasa por la legalización de su trabajo, convertirse en una suerte de “monotributistas callejeros”. Desde ya que esto se encuentra lejos de resolver la precariedad en la que se encuentran; no garantiza ni el acceso a una vivienda, ni mejores condiciones de trabajo, tan solo que no los moleste la GUM. A su vez, legaliza una suerte de privatización del espacio público, en el que una fracción de la clase obrera, por el solo hecho de tener un auto, se ve obligada a sostener a los trapitos. Algo que no solo no saca a los cuidacoches de una vida precaria en la calle, sino que precariza la vida del resto de los obreros. La única mejora posible a la vida de estos compañeros pasa por organizarse para exigir a quienes los condenaron a la condición de la población sobrante, los capitalistas y su Estado, su reconocimiento como trabajadores. Hay mucho trabajo por hacer en Rosario, hay que exigir al Estado que les dé un empleo en blanco, con obra social y aportes jubilatorios, que les permita acceder a una vivienda y salir de las calles.
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