VOLVER A LAS CAVERNAS
2019-03-31 Desactivado Por ElNidoDelCuco
POR SERGIO DI BUCCHIANICO
Mi vecino es albañil, tiene una familia normal constituida por su esposa y dos hijos, uno en la escuela secundaria y el otro en la universidad y con trabajo bien remunerado.
Mi vecino es un tipo sencillo de hábitos sobrios y costumbres campechanas como el asado dominguero y la pesca algunos fines de semana con amigos. Degusta del buen vino y el mate amargo. Es solidario para con quien necesita y buen compañero de trabajo.
Mi vecino es de conversación profunda y saberes adquiridos a lo largo de su vida de laburante. La teoría del respeto a los demás y la ayuda mutua fueron siempre la columna vertebral de su existencia y en muchas ocasiones no le faltó coraje para defender con la voz y con el cuerpo a pares y camaradas, frente a alguna injusticia sufrida.
Mi vecino es un sujeto macanudo, sociable, inteligente y anclado en la construcción cotidiana, no solo de bienes materiales sino también de vínculos humanos para así edificar un buen vivir.
Mi vecino es admirable.
Hace algunas semanas desbordaba de alegría, inflamados gritos, carcajadas, chanzas y chistes relacionados con la modernidad y la antigüedad inundaron la manzana. Aparentaba ser más feliz de lo acostumbrado, parecía como desbordado por un acontecimiento inesperado, que sin dudas llenaba algún hueco de su existencia realmente desconocido por mí. Con el transcurso de las horas supe que mi vecino había sido beneficiado con un regalo de su hijo mayor -el bien remunerado- pues los ascensos sociales permiten entre otras cosas, ofrecer sorprendentes estímulos que sitúan a las personas y sus entornos en un estado de felicidad casi total y algarabía.
Una computadora, más la instalación de wifi y un curso intensivo de capacitación en el manejo de la misma, además del asesoramiento gratuito en el empleo de todos los soportes comunicativos del siglo XXI fueron el obsequio que detonó la explosión de alegría que embargó la integridad de su ser, despertando eufóricos aplausos en quienes residen alrededor de su propiedad.
Los días posteriores al feliz acontecimiento se sucedieron sin mayores sobresaltos en una especie de sopor cargado de desolación.
Pero desde hace ya un tiempo prolongado, noté con asombro que mi vecino recibe comida hecha vía delivery -extraño el humo y el olor a carne asándose los domingos-, también percibí su ausencia en las reuniones vecinales y se extraña su deambular cotidiano por el barrio a la hora de los mandados, es como si se hubiese mudado sin haberlo hecho, o mejor dicho sé que está pero su presencia pareciera virtual.
Ayer me encontré con su hijo mayor -el benefactor- y después de cordiales saludos, me comentó que su padre está muy bien, que no hay manera de despegarlo de la “compu”, que Facebook e Instagram son su especialidad, que está chocho de la vida con amigos en Japón, Mozambique y Canadá y que su habitación era una caverna que lo conectaba mágicamente con el mundo.
Las afirmaciones del hijo de mi vecino despertaron ambiguos y contradictorios razonamientos en mi endeble esquema de ideas que construí a lo largo de los años, pues durante la mayor parte de mi vida prediqué que para salvar al mundo había que volver a las cavernas, donde la magia configuraba el germen de las relaciones con los demás; y ahora creo comprender, a pesar de los temores de la duda y la falta de comprobación empírica, que a lo mejor Bill Gates quería lo mismo: volver a la magia de las cavernas; y que billetes más, billetes menos; modernidad o prehistoria de por medio, quizás el destino tanto de mi vecino como el de la humanidad toda, sea estar condenados incondicionalmente a vivir en el encierro de la propia individualidad, y solo transitar por puentes vinculares construidos en nuestra vida imaginaria, despojados del calor de los cuerpos próximos, el vibrante color de las miradas y el saludable sonido de las palabras impregnadas por el aliento de los otros; atrapados irremediablemente en la oscuridad pétrea de la infinita y mágica caverna de los tiempos.
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