EL DÍA MENOS PENSADO

      Carlos era un pibe normal, un compañero de trabajo. Siempre jugábamos de palabra, hasta que uno de esos días de hastío y poco trabajo comenzó a agredirme verbalmente rompiéndome soberanamente las pelotas. Lo insulté varias veces y lo traté de enano a ver si se dejaba de romper, pero se le ocurrió enojarse y meterme un bife.

Con la punta del cuchillo con el cual acababa de deshuesar el muslo de un pollo que tenía entre mis manos comencé a penetrarlo desde abajo del mentón atravesando su paladar pasando por su nariz para terminar hundido en sus sesos y me detuve, en ese mismo y efímero instante en que sentí la eternidad, vi a su alma sorprendida huir despavorida mientras sus ojos se inyectaban en sangre y su cuerpo todo comenzaba a temblar. Saltaba jugo por todas partes, él, primero se hizo para atrás, trastabilló y al caer pegó con la nuca en una mesa, haciendo que su cabeza se incline hacia adelante y que el mango del cuchillo toque con su pecho hundiendo la hoja del mismo más profundamente aún. Cayó, quedó quieto, murió.

“Veníamos bien, pero pasaron cosas”, no supe más que decir al inspector que tomó mi declaración.