CHET BAKER. Tristeza, alcohol y melancolía.
2018-09-08 Desactivado Por ElNidoDelCucoPor RAMONA SOTO
Ironías de la vida, no hay nada más opuesto a las melodías de Chet Baker que su agitada biografía. Su pasar debajo de los escenarios estuvo marcado por altas y bajas con colegas del mundo del jazz y sus problemas con las drogas y el alcohol. Una voz única, un sonido melancólico, apagado, un jazz gris que rompió con el arquetipo establecido hasta entonces.
La figura encorvada sobre la banqueta, perdida entre las sombras y los silencios de luces y voces. El rostro comprimido en mil arrugas; los dedos casi inmóviles sobre la trompeta y el sonido, ese sonido inconfundible, repleto de matices, ese sonido de Chet Baker. Esa figura cautivante sobre el escenario era apenas una sombra de aquel joven nacido el 23 de Diciembre de 1929 en Oklahoma, de perfil bajo y rostro a lo James Dean, que llamó inmediatamente la atención de Charlie Parker por su estilo como trompetista y su delicada voz como cantante.
A lo largo de su vida, Baker nunca tuvo a la música como prioridad; mezclada siempre por las intermitencias de las drogas, las mujeres y las cotidianas visitas a las comisarías. Hace unos años su ex mujer Baker publicó algunas cartas donde Chet ensaya algo parecido a un relato de su vida titulado “Como si tuviera alas”; suerte de memorias que se pierden en una vulgaridad increíble, limitada por sus problemas y placeres con las jeringas y las venas que se le desaparecían, su oscuro paso por el ejército y las tantas mujeres que subieron a su auto. Pero poco de música, a decir verdad.
En sus apuntes autobiográficos, el propio Chet reconoce su admiración por Parker, aunque no tanto por su calidad como músico, sino por la resistencia que tenía Bird para ingerir drogas de todo tipo sin que le produjeran el menor efecto.
A principios de Mayo de 1988, días después de una presentación en la Funkhaus de Hannover, el cuerpo desgastado de Chet Baker se estrellaba contra el asfalto de una vereda holandesa después de caer desde un segundo piso. Nunca se supo la verdad de la muerte de Baker. Se habló de suicidio, de una discusión con un dealer por una vieja deuda y de un resbalón queriendo regresar a su habitación en el hotel donde había olvidado su trompeta.
Para entonces la cara de Baker había trasmutado en un mapa rebosante de arrugas, con una mandíbula pagando el precio de una golpiza sufrida en 1964 de parte de unos traficantes que le bajaron todos los dientes. Famoso y reconocido, Baker intentó entonces evitar el laberinto de las drogas y buscar la tranquilidad trabajando en una estación de servicio durante algunos meses hasta que el dueño del lugar se apiadó y le pagó el arreglo de la dentadura. Ese mismo hombre “dueño de una voz pequeña, que suele gustarle a las mujeres” como lo (des)calificó el crítico jazzero Leonard Feather.
Chet Baker volvió al ruedo de a poco, empezando por una tierra que siempre lo recibió gratamente: Europa. La crítica que primero lo endiosó por haber sido pionero en el mundo copado por el talento negro, en los últimos años nunca lo tuvo entre sus predilectos. Sobre el final de sus días, durante su gira por el Viejo Continente la revista Villace Voice lo definió como “el cadáver que canta”, “Reliquia demacrada, desdentada y balbuceante, al borde de la muerte cerebral”, lo masacró un experto de Los Angeles Times, mientras que un periodista de Rolling Stone no se quedó atrás en sus comentarios destructivos:”espectro destrozado por las drogas”.
Sin embargo, la etapa final por Europa fue la más prolífica para el trompetista que inmortalizó My funny Valentine: completó presentaciones inolvidables, grabó un puñado de discos y tuvo una despedida inmejorable, editada tiempo después en el LP doble The Last Great Concert.
Su muerte, el 13 de Mayo de 1988, fue absurda, casi grotesca: coherente con lo que fue su vida al margen de lo musical. Vulgar, sin relieve, problemática. Pero sobre el escenario, todo aquello se desvanecía bajo el embrujo de la trompeta y las baladas de Baker.
Sentado, con el cuerpo siempre encorvado, a diferencia de otros trompetistas que siempre tocaban “hacia arriba” (como Dizzie Gillespie o Miles Davis), la actitud de Chet en escena era una prolongación de su textura musical, siempre tenue, espaciosa y depresiva. Pero naturalmente extraordinaria. Allí se encuentra lo radical en la vida de un músico que pasó la mitad de su existencia buscando escapar de todo aquello que lo llenaba de placer, pero que a la vez le arrebató, sin dudas, mucho de lo que le hubiera permitido ubicarse entre los grandes trompetistas de la historia.
Hoy su recuerdo se pierde entre los márgenes de los libros de jazz, muy por detrás de otras figuras con un indudable mayor talento, pero quizás sin el cálido tono sombrío que coloreó siempre la música infinita de ese arrugado joven de Oklahoma.
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