“SALVAR LAS DOS VIDAS”. Ni antes ni ahora.

       Cometieron un sacrilegio imperdonable para la época: enamorarse. La muchacha -hija de un terrateniente- y Ladislao Gutiérrez -el jesuita tucumano y sobrino del gobernador de esa provincia, Celedonio Gutiérrez-, debieron huir de madrugada a Corrientes, a caballo, en diciembre de 1847. Allá, en medio de ese amor clandestino y debiendo cambiar sus nombres, fundaron una escuela. Eran los virulentos tiempos de Juan Manuel de Rosas, embebidos en sangrientas luchas civiles. Fueron denunciados y detenidos. El caudillo federalista y dueño del poder ordenó encarcelar a la pareja irreverente, para satisfacción del propio padre de la joven, Adolfo, responsable de denunciar a su propia hija. Se los condenó a muerte. Ella, Camila O’Gorman, de apenas veintitrés años, tenía un embarazo de ocho meses. Le dieron de beber agua bendita por el niño que llevaba en su vientre. A ambos los fusilaron al alba un día como hoy, 18 de agosto, de 1848. A la Iglesia de la doble moral, que autorizó la balacera, no pareció importarle demasiado.

Un siglo más tarde, esa misma institución bendecía con fruición cada vuelo de la muerte (“una muerte cristiana”, convencían así a los marinos), donde se arrojaban vivos al mar a miles de compatriotas indefensos, “para salvar a la patria del comunismo internacional”. Hoy, tan hipócrita como antaño, milita con sus peores armas (y su indudable peso político) con tal de que la sociedad no avance hacia la obtención de una ley de aborto legal, seguro y gratuito, como una elemental medida de salud pública que consiga poner fin a las cientos de muertes inútiles de muchachas jóvenes y sin recursos, solas de toda soledad.