LA VERDAD SIN SILENCIAR. MOTÍN, FUGA Y TRAGEDIA.
2018-07-21 Desactivado Por ElNidoDelCucoToda fuga no es sólo de un lugar, sino también de una realidad. El 23 de mayo de 1916, la cárcel de Neuquén fue el escenario de una evasión masiva de reclusos que tuvo resonancia nacional. Antes y después, un encadenamiento de hechos fue allanando el camino hacia la tragedia. El contexto en el que presos de llanura y de montaña en extraña comunión alternaron la vida y la muerte, debe buscarse en la criminalización de los sectores más bajos de la escala social y en el modelo de ciudadanía devaluada que padecía el Territorio Nacional.
Por Germán Gomez
En 1916 más de treinta presos se fugan de la cárcel de Neuquén.
Toda fuga no es sólo de un lugar, sino también de una realidad. El 23 de mayo de 1916, la cárcel de Neuquén fue el escenario de una evasión masiva de reclusos que tuvo resonancia nacional. Antes y después, un encadenamiento de hechos fue allanando el camino hacia la tragedia. El contexto en el que presos de llanura y de montaña en extraña comunión alternaron la vida y la muerte, debe buscarse en la criminalización de los sectores más bajos de la escala social y en el modelo de ciudadanía devaluada que padecía el Territorio Nacional. El marco de conflictividad también estaba signado por la confluencia de bandoleros rurales que encontraron allí un hábitat físico caracterizado por límites flexibles: fácil traspaso de la cordillera y el ingreso a las travesías del oeste pampeano, último refugio de gauchos rebeldes. También en esa década de 1910 se registraban los primeros centros socialistas, el despertar libertario y una prensa que no rehusaba publicar expresiones populares y culturales de ambas tendencias. Entre otras cosas anticiparon, a su vez, hechos punitivos que pusieron en cuestión la razón de ser del periodismo independiente.
ESPOSADOS SOBRE RIELES
Cuando trece días antes de la fecha convenida un grupo de treinta y cinco presidiarios alojados en la cárcel de Santa Rosa recibió la orden de alistarse para un viaje, no imaginó la secuencia de hechos que desataría. Tampoco pusieron mucho empeño. No podían empacar lo que no tenían de modo que, así, casi en harapos, fueron arreados al tren. El cortejo carcelario produjo una desagradable impresión en los andenes, primero en Santa Rosa y luego en Toay. Apiñados en una parte del vagón, presos y guardias ligados entre sí con esposas no recibieron el mínimo indicio de cuál sería su destino final. Sospechaban que eran trasladados para aliviar el hacinamiento en la cárcel local, con trescientos presos más que los ciento cincuenta permitidos por su diseño, pero sólo la vista les decía que los rieles los llevaban hacia el sur. El panorama desde las ventanillas era la contracara de sus encierros: inmensas llanuras, bosques de caldén, las estrellas y el silencio de las noches que parecían ocultar un estallido.
Así, con vistas diferentes del mundo de murallas y herrajes, se corrió la voz de que llegaban a la estación Bahía Blanca porque Sixto Ruiz Díaz, oriundo de allí, conocía de memoria sus arrabales. Por proximidad y porque el armado de un grupo recorre afinidades ocultas, Ruiz Díaz se rodeó de un círculo de pampeanos en el que convivían condenados a largos años por homicidio, como era su caso, con otros procesados por cuestiones menores. Completaban el subgrupo, entre otros, un italiano, Antonio Stradelli, Abraham Almada y Cantalicio González. Precisamente este último y Sixto Ruiz Díaz asumieron con rapidez la conducción de todo el grupo, sin saber si iban a luchar por dirimirla o a compartirla sin conflicto.
Desde Bahía Blanca, sobre los rieles del Ferrocarril Sud reingresaron en La Pampa y volvieron a dejarla atrás rumbo al Alto Valle del Río Negro. Sólo el estrépito de hierros del paso del tren sobre los puentes interrumpía la somnolencia y los llamaba a la realidad, los ponía más cerca de un punto en los que los ríos ya no fluyen solos, sino que confluyen para cobijar a una población que marcó el fin del viaje: Neuquén. La cárcel de Neuquén.
A la indigencia de los recién llegados se sumó la precariedad material y los recursos de la cárcel, tanto para los presos como para los guardias. Acostumbrados a los altos muros, su ausencia les llamó la atención, de modo que antes de ingresar no se les pasó por alto que a poco de pasar el portón quedaban a la vista los límites del pueblo. Con esas condiciones, más las observadas en el interior – la cantidad de guardias era increíblemente baja – era fácil deducir que allí comenzó a germinar la idea de la fuga.
UNA FUGA PLANEADA
Los pampeanos fueron aislados del grupo y se los mantenía a raya. Ese confinamiento afianzó el núcleo duro del grupo y no impidió la comunicación con el resto de los presos, entre los que había desde bandoleros cordilleranos a mapuches procesados por robos menores en la precordillera. Sixto Ruiz Díaz y Cantalicio González confirmaron sus liderazgos sin impedir que los locales produjeran los propios. Entre estos sobresalió Daniel Bresler, un sudafricano radicado con su familia en San Martín de los Andes, que estaba a corta distancia de cumplir la pena por cuatrerismo.
Los hechos se produjeron con rapidez, teniendo en cuenta que la partida de Santa Rosa se produjo el 10 de Mayo de 1916 y que el 23 de ese mismo mes se consumó la fuga. La brevedad de los tiempos motivó que las autoridades carcelarias señalaran al grupo de los treinta y cinco como los principales promotores de la “sublevación” o “sedición”, términos que fueron utilizados para acompañar la evasión y así calificarla con mayor gravedad jurídica. La fuga comenzó a las 7.30 de ese día con un forcejeo entre un guardia y un preso – Cantalicio González – al parecer, nada espontáneo. Fue el primer paso para un plan que contempló el ataque a los guardias y el apoderamiento del depósito de armas y municiones de la cárcel.
No todos los del grupo trasladado desde La Pampa pudieron fugarse. Como prueba, uno de ellos, veinte días después, en una carta que dirigió al gobernador neuquino, le solicitó que gestionara el envío de los autos de su procesamiento ya que llevaba veinte meses sin saber el por qué de su devenir entre rejas. Estas situaciones hacen que la desidia judicial y la misma policía, que en parajes aislados era la única presencia del Estado, compartieran una pésima imagen.
Pese a la masividad de la fuga – cincuenta y siete fue la cantidad de evadidos – no se registraron agresiones físicas, al menos en las primeras horas. Cantalicio González, según testimonio de un oficial, le aseguró que respondería con la vida si alguien atacaba su integridad o la del director de la cárcel. Los presos se lanzaron a las calles de la ciudad pero no cometieron desmanes contra particulares. Divididos en dos grupos, uno con armas y otro sin ellas, atacaron la Jefatura de Policía y la estación de ferrocarril de Neuquén. Por último, estaba previsto el asalto al Juzgado Federal para quemar expedientes y lanzar una proclama al pueblo de Neuquén en la que se dieran a conocer los motivos de la evasión, que atribuían a los malos tratos y abusos. Sabían que en el transcurso de la fuga tendrían que requisar armas, víveres y caballada para continuar, lo que no descartaba el uso de la fuerza. Capitaneados por Sixto Ruiz Díaz – al que todos señalaban como un duro que condujo con mano de hierro tanto la preparación como la fuga misma – los presos asaltaron la casa de negocios ubicada en el predio de la estancia de los hermanos Albero (médico) y Adolfo (ingeniero) Plottier, donde se apoderaron de dinero y mercaderías. Durante el atraco, una descarga mató a Adolfo Plottier, lo que originó discusiones y el primer agrietamiento en la unidad de los evadidos.
La reconstrucción de los hechos brinda indicios de que divididos en dos grupos a cinco kilómetros al oeste de Plottier, también dividieron los destinos. Uno de ellos puso rumbo a la cordillera para pasar a Chile y la jefatura fue ejercida por Daniel “el Boer” Bresler, compartida con Sixto Ruiz Díaz. El grupo restante se dirigió al río Limay con la intención de cruzarlo en balsa, pero sus integrantes se rindieron o bien fueron diezmados a tiros por sus perseguidores. Toda la tarea persecutoria fue comandada por el comisario Adalberto Staub, un personaje acorde con esta historia por los hechos de sangre y represiones ideológicas que protagonizó en ese momento y en los años posteriores.
El grupo conducido por Bresler y Ruiz Díaz del que también participó Cantalicio González, a galope tendido llegó hasta El Chocón, donde se produjo una nueva bifurcación. Bresler decidió seguir con solo dos escoltas, pero en solitario alcanzó pasar a Chile por un paso al sudoeste de San Martín de los Andes en medio de fuertes nevadas. El resto – diecisiete evadidos – entre ellos dos que fueron ubicados partiendo de Santa Rosa: Antonio Stradelli y Abraham Almada – continuó con la jefatura de Ruiz Díaz y arribó exhausto la noche del 29 de diciembre de 1916 al paraje Zainuco, próximo a Las Lajas, sitio en el que quedará focalizada ahora nuestra historia.
LA MATANZA DE ZAINUCO
Las fuerzas policiales al mando de Staub no estaban dispuestas a permitirles recuperar energías. En la mañana del 30, Ruiz Díaz reunió a sus hombres, dirigió el combate y, pese al agotamiento, dio la orden de resistir cuando les fue impartida la rendición. Herido y enfurecido, abandonó el recinto donde estaban atrincherados y en medio de insultos desafió las balas policiales con las propias. Murió en su ley.
Caído el líder y rodeados, finalizó toda resistencia. A disposición de Staub y por su orden directa, ocho evadidos – entre los que se encontraba Abraham Almada – fueron separados y conducidos nuevamente a la cárcel. El resto, otros ocho entre los que se encontraba Antonio Stradelli, fueron fusilados, aunque el parte del comisario afirme que el tiroteo se había reiniciado y que se les aplicó la “ley de fugas”. La verdad fue develada por muchas fuentes, una de las cuales estuvo a cargo del director del periódico Neuquén, Abel Chaneton.
Luego de la sentencia absolutoria de Staub, Chaneton publicó editoriales en las que cuestionaba, sobre todo, por qué el Juez hizo gravitar sobre los presos de La Pampa la mayor parte de la responsabilidad de la sublevación y fuga. Además en la edición del 3 de enero de 1917, volvió a inquirir al Juez sobre la vida carcelaria previa a la fuga, en busca de sus claves. Ese compromiso le costó la vida, ya que quince días después fue ultimado por un grupo de matones reunido por el mismo Staub. El sucesor de Chaneton al frente del diario, el socialista Cesáreo Fernández, continuó su tarea desprovista de censuras ideológicas. Tanto es así que brindó espacio a plumas libertarias como Albero Ghiraldo, Rafael Barret, y Salvadora Medina Onrubia, incluso se realizaban comentarios sobre diarios anarquistas que llegaban a la redacción, como La Protesta e Ideas.
Respecto del fusilamiento es conveniente acudir al relato de Félix San Martín, un escritor que residía en la estancia Quila Chanquil, cercana a Zainuco y que se encontró con los ocho cuerpos insepultos a la falda de la montaña. En una carta que dirigió a Abel Chaneton, quien la hizo pública en su periódico y que hace un tiempo reprodujo su nieto Juan Carlos en su libro “Zainuco”, señalaba: “El que no tenía las manos crispadas sobre el rostro, como queriendo dejar la visión de la muerte inminente, las había cruzado sobre el pecho en forma de escudo en el supremo esfuerzo de defensa. De bruces unos, de espaldas otros, los ojos inmensamente abiertos, yacían en la misma posición en que cayeron, conservaban la misma actitud y el mismo gesto de espanto con que murieron (…) La tumba de los ocho está señalada por una cruz de tablas y la de Sixto Ruiz Díaz fue marcada por mí, a cincuenta metros del rancho con una pequeña cruz de ramas atadas con tientos”.
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